Debajo de los tablones
Es por esta misma razón que me resultó tan extraño subirme a aquel 582 y toparme con todas aquellas personas que a mis veintidós años ya me atrevo a llamar pendejos. En lo que va del año, a no ser por un trabajo que tuve que entregar la primera semana de febrero, no he tocado un sólo libro de psicología. Incluso podría decirse que con el tiempo, gran parte de mi actividad se estuvo centrando en una facultad autodidáctica flotante que tiene a música, cine, escritura y Lost como principales materias. Pero de psicología... absolutamente nada. Es por este detalle que no me había percatado de que era la noche del jueves y oficialmente había comenzado un nuevo fin de semana (nota: para mi los fines de semana comienzan con el viernes mismo, a partir de las 00:00 hs.).
El ómnibus es una verde lata de sardinas avanzando como una trincheta que corta la noche. Pienso las palabras de coronel Kurtz, una babosa avanzando lenta y mortalmente sobre el filo de una navaja. Algo así. Sigue haciendo calor y todas las mujeres se aferran a este verano ficticio con lo último que le ofrecen sus diminutas prendas. Casi todos rondan los dieciséis, dieciocho años, todos se conocen, todos van a bajar en el mismo momento, como ratas escapando de un basural incendiado. Seguramente un boliche de cumbia del centro, pienso mientras una morena de voz punzante le grita al conductor que ponga una plena. Son tantos los pasajeros que me tengo que mantener parado, en el tercer escalón de la escalerilla, agarrado de la baranda, recostado contra el parabrisa del ómnibus, que es como el ojo de un calamar gigante inspeccionando al Montevideo semidormido de este jueves a la una de la mañana. Chicas free. Seguro. El ómnibus está tan lleno que pasa de largo muchas paradas en las que hay gente con los brazos extendidos. Extrañamente disfruto viendo cómo agitan sus puños, imaginándome qué puteadas salen de sus labios una vez que el 582 no les para. Adentro es un quilombo que sólo puede mantenerse dentro de órbita por el espíritu chabacán del conductor, un tipo de barba candado, con no más de treinta y cinco años. Se ríe por las cosas que le gritan los pibes, los trueques libidinosos que le ofrecen las pendejas por cambiar de estación, la situación insostenible de la densidad de los pasajeros, el alboroto reinante. El ómnibus va expreso a destino, prácticamente parece haber sido alquilado por los mismos pibes. Yo vengo leyendo Trópico de Cáncer, me faltan unas quince carillas y estoy tan ansioso por saber qué le va a pasar a Fillmore que me pongo a leer el libro parado, abstrayéndome de aquella anarquía atada por hilos de seda. Sorprendentemente puedo leer sin ninguna dificultad. Mientras avanzo de páginas, con el rabillo del ojo veo a una tipa de unos veintipico, mirándome con una mezcla de ternura y lástima, como quien ve a un cachorro que aún no encuentra la coordinación adecuada para caminar. Sí, la verdad que la imagen de un tipo leyendo a Henry Miller entre toda esa torba de hormonas supurantes resulta algo gracioso, cuando no snob o desubicado. No es la concentración, sino la luz lo que me termina disuadiendo de seguir leyendo. Es en ese preciso momento que levanto la vista y veo la calle avanzando debajo del ómnibus, debajo de mis pies. La sensación es extraña, se siente como un vigía intentando divisar tierra, parado sobre el mástil y con toda la inmensidad del mar debajo de sus pies. La constancia de estar en un ómnibus desaparece, y aquello parece a andar florando a dos metros del pavimento, recorriendo a toda velocidad las calles de Montevideo. El parabrisas gigante tiene mucho que ver en aquella sensación, parecería que yo fuese quien manejase el vehículo, como si fuese un animal alado controlado por poderes psíquicos. El ómnibus sigue y levito por la maloliente FRIPUR, el desolado mundo lleno de hangares y casas vacías del plan Fénix, el centro que se abre con todas sus luces, y que siempre las siento como un consuelo. En la plaza del Entrevero el ómnibus frena y comienza el esperado éxodo. Encuentro la forma de no tener que bajarme con ellos, aferrándome a la barandilla como a un hierro ardiente. Conforme la gente baja por la escalera, rozándome o sencillamente chocándome, huelo todo tipo de olores: el tetra omnipresente, saliva seca, perfumes ácidos, dulces y cítricos, gel, humo, maquillaje, cerveza, sudor. Cuando pasa el último quinceañero tambaleante y preguntándome si tengo hojilla, los puedo ver a todos desperdigados en la misma esquina de la plaza donde se encuentra La Pasiva, que sigue como un faro encendido entre tantos bares y boliches cerrados. De entre todos los que estaban acá, por lo menos dos parejas se van a formar, pienso, mientras escucho lejana, casi subterránea, la línea de bajo que anuncia la cumbia. Debo aceptar que más allá de todas las bandas alemanas de nombres impronunciables que hayan pasado por mis oídos, más allá de las horas de codas de distorsión supurante de Sonic Youth que he escuchado, más allá de la sensibilidad perdida y reencontrada en discos archivados en el fondo de mis cajones, siempre que escucho esa línea de bajo hay algo inasible, casi primigenio que se agita en el interior. Un retumbe, un corazón enterrado y aún latiendo debajo de los tablones al ritmo del tum-tutu-tum. Por supuesto, no es específicamente la cumbia lo que genera esta extraña sensación, así como tampoco es el timbre en sí lo que hace activar las glándulas salivales del perro de Pavlov. No, es todo lo demás, con sólo esos compases vienen a mi el recuerdo de las noches, las previas de vino mal compartido con amigos y garroneros, la cola y las colas en puertas, el ready, set go!, una carrera hacia ninguna parte, casi como el errático destino de los Dodges conducidos por Neal Cassady, las mujeres esperando, algunas borrachas y gritando cosas de las que se lamentarán al día siguiente, las piernas de minifalda inquietas por el frío, el brillito en los labios compartido entre amigas en los baños y justo antes de entrar a los boliches, el olor a perfume que todavía no se diluye en el sudor, aquella revisión del terreno, inspeccionándolas detenidamente y hasta el último detalle como un stalker arrojando poleas por los campos de la zona. Revivir toda aquella época me da cansancio, como una etapa que estuvo bien en su momento, pero que resultaría extenuante e insoportable a esta altura de las circunstancias, pero aquello reflota de manera automática, y dura lo que dura la línea de bajo, perdiéndose al doblar la esquina, al ponerme de vuelta los walkman o sencillamente resultar inaudible.
Cuando el ómnibus retoma la marcha, se escucha de la garganta de un chico: “Un aplauso para el conductor, che”, y el ómnibus recibe una ovación inusitadamente sincera, mientras el barbudo da algunos bocinazos de agradecimiento. Por un momento todo lo que se puede decir de lo perdida que está la juventud desaparece, y me percato de que sólo es cuestión de ser un poco más canchero, ser un poco más como el gordo del candado, que sigue conduciendo cagándose de la risa por algo que no logro descifrar.
En ese momento me percato de que sigo contra el parabrisas, cuando no queda más que una pareja sentada al fondo del ómnibus, estando todos los asientos libres a mi disposición. El conductor me mira, lo miro, vuelvo a mirar para atrás y le digo “No te molesta si me quedo acá parado el resto del viaje?” y el tipo confidentemente me hace una guiñada, siguiendo abriéndose paso por un Yaguarón que pasa debajo de mis pies, aún riéndose por algo que no me atrevo preguntarle.
Viernes, una de la tarde. Me alegro al darme cuenta de que por más que me haya levantado a la una menos cuarto, estoy llegando puntual al psicólogo. Llegar tarde a un psicoanalista es un follón (tenía ganas de decir esa palabra), no sólo porque estás perdiendo guita en esos minutos en los que estabas viendo en el youtube videos de niños golpeados por pelotas de fútbol, sino porque la sesión baja anclas en el análisis transferencial de por qué llegaste tarde y qué dice aquello de tu relación con el proceso terapéutico. Ni que hablar del caso de que te olvides la sesión. Aún así, afortunadamente mi psicoanalista es un tipo bastante relajado y más allá de que haga diván sigue siendo una persona y no una caja negra o robot que se desconecta ni bien salgo del consultorio (incluso varias veces nos quedamos hablando del dedo amputado de Iommi y las distintas formaciones de King Crimson, ya que conduce un programa de música progresiva en el Sodre). El caso es que en las últimas sesiones me ha costado bastante asociar, cayéndome en intelectualismos que se parecen más material para este blog que para la terapia misma. La sesión pasada habíamos avanzado bastante con un sueño sobre un oso de peluche que resulta ser un niño de dos años disfrazado. Estoy suscripto a La diaria sólo los martes y viernes (donde hay más espacio para la sección cultural), días que coinciden con la terapia, por lo que casi siempre llego con el diario bajo el brazo. Recién al ver el suplemento del martes sobre el diván me doy cuenta de que me lo había olvidado la última sesión. Ni bien llego me señala el diario y me pregunta por el titular. En la tapa dice “Amigos son los amigos”, y hay una foto de Sanguinetti y Lacalle. Me dice que a partir del acto fallido y el titular se pregunta si puede ser que yo prefiero considerarlo a él un amigo antes que un psicólogo (mi psicoanlalista es profesor de facultad y más de una vez ha salido a tomar con algunos amigos míos- dicho sea de paso, intentaron sacarle algún secreto mío, pero más allá de estar tomado mostró un impecable silencio profesional). No sé bien qué contestarle y termino escapándome por la tangente, hablando de paraguas, diciéndole que es el elemento que más se suelen olvidar las personas. En realidad, aquello no es más que abrir el paraguas ante una pregunta que me parece incómoda, y la sesión sigue entre algunos aspectos de mi relación con el tratamiento, la dificultad recobrar la memoria y hacer nexos con ciertas experiencias de mi infancia. Al parecer, el pensamiento y la sobreelaboración del mismo se ha convertido en un violento patovica que no deja pasar cualquier asociación que comprometa mi pasado. En pocas palabras, una neurosis galopante que en algunos años me va a dejar como Woody Allen.
La sesión parecía ir a ningún lado y posiblemente no habría sido digna de recordarse, de no ser por lo que pasó cuando me estaba yendo del consultorio. Le doy la mano a mi psicólogo, y entonces, cuando está abriéndome la puerta dice “Ah, de vuelta te olvidás del diario”. Efectivamente, había traído La diaria del viernes conmigo y entonces al juntarla, la leo y me río. Al despedirme se la muestro y se caga de la risa tanto que cuando bajo sigo escuchando su carcajada retumbando por las escaleras.
Acá el titular de La diaria del viernes:

Sé que esta risa es un subterfugio para una angustia que me viene siguiendo desde hace unos cuantos días. Sin embargo, el aferrarme al acto fallido de la sesión me permite sacar sonrisas intermitentes que llama la atención a bastantes personas que se cruzan conmigo. Estoy entrando al ascensor cuando el portero y yo escuchamos los gritos de unos púberes haciendo lío por una cuestión que no logro descifrar. Salgo del edificio y en la vereda de enfrente hay un niño gordo, de no más de catorce años, empujando a un chico un poco más alto, escuálido y con ese distintivo semblante onanista que solemos tener casi todos los hombres a esa edad. Aquella estampa me hace acordar de las peleas que se realizaban en la puerta de mi liceo, eventualmente derivadas al callejón de Lapido, donde la policía no solía frecuentar tanto –aunque por su proximidad con la paranoica embajada de España también convertía aquella pequeña porción de cemento en no precisamente un oasis de violencia. Para un liceo medianamente cheto como el San Juan (que no llegaba a la oligarquía del British, la descendencia teutona de la Deutsche Schule, las astronómicas cuotas de La Scuola Italiana, o el sistema de cantina accionado por huellas digitales de Lycée Français, pero que sí le sobraban jugadores de rugby y futuros portadores de camisas polo), cuando mencionaban que iban a venir estudiantes del Suárez (un liceo público) a meterle la pesada a algunos compañeros, surgía todo un revuelo comparable al de Troya sitiada por los aqueos. A diferencia de la mayoría de la gente, que consideraba a los del Suárez personas de armas tomar –algo ridículo y que estaba más bien basado en que aquellos estudiantes solían estar más grandes por ser repetidores- yo simpatizaba con ellos, no porque me cayeran particularmente bien, sino por amedrentar y golpear alguna que otra vez a gente que tenía ganas de hacérselo yo, pero que con mi política de no golpear hasta ser golpeado difícilmente podía llevar a cabo. La cuestión era que más allá de las amenazas, difícilmente la cosa se salía de control, quedando generalmente todo en algunos golpes y puteadas, seguido por la intervención de mayores o coetáneos. Por cuestiones muy excepcionales uno podía ver sangre, y nunca se tuvieron resultados realmente trágicos (a diferencia de Los Maristas, liceo demarcadamente más cheto y sobre el que pesa una especie de maldición de cementerio indio que ya ha cobrado la vida de muchos estudiantes, entre ellos un caso particularmente truculento vinculado a un ascensor del que no me extenderé por miedo a ser acusado de morboso).
Pero ahí estaban los dos chicos, el gordo puteando al flaco y poniéndose bordeaux a medida que lo empujaba e intentaba ensartarle una patada. Alrededor de aquello había una cheta de flequillo al borde de la histeria, gritándole al flaco y revoloteando alrededor del gordo como esas aves que se alimentan de los parásitos de la piel de los rinocerontes. Me siento con el portero, saca un cigarro y nos ponemos a ver aquello, esperando el momento en que surja el primer piñazo. Me ofrece una pitada, pero no, no fumo. Hay realmente miedo en el rostro del flaco, aspecto que extraña en comparación a la determinación del gordo, que en otros casos tendría las apuestas en su contra. Estoy medio emocionado por todo el asunto, o al menos aquello promete ser algo que convierta el viernes en otra cosa más que el día entre el jueves y el sábado. No hay mayores ni vecinos por la vuelta, si se pelean van a darse hasta cansarse. Pienso que no voy a intervenir a no ser que se sume un tercero a la pelea o alguno le esté pegando a otro en el suelo. En el último caso, sería sólo cuestión de levantarle el brazo y declararlo ganador. La idea de separarlos me parece también emocionante, aparecer y hacer uso de mi diferencia de tamaño, lanzarle alguna que otra frase amenazantemente aleccionadora y volverme por un segundo un representante implacable de la ley. Pienso todo eso, pero entonces veo que el portero me hecha una mirada y me doy cuenta de que hace cinco o diez minutos que se vienen empujando sin hacer nada. Espero un poco más, pero no hay caso, se empujan, van de un lado a otro como boxeadores estudiándose hasta el doceavo round. Es ahí que al momento de decirme el portero “estos no se van a dar más”, me levanto y me dirijo hacia ellos. Por un momento se separan y hasta la pendeja se calla al verme parado entre ellos. Les digo: “Che, hace diez minutos que estoy acá, a ver si pelean de una vez, que ya me tienen recontra podrido con esta boludez de los empujones”. Se quedan callados, el flaco se me queda mirando y el gordo se queda mirando para abajo, removiendo con el pie una baldosa. Se quedan un tiempo en silencio y unos segundos después el gordo se va acompañado por la mina, puteando al flaco y gritándole cosas sobre una campera que se pierden con los ruidos de la ciudad al doblar en una esquina. El flaco se va para el lado opuesto, cabizbajo y aún temblando. Vuelvo lentamente hacia el edificio y al abrirme el portero la puerta le hago un gesto de decepción que el corresponde con las manos en los bolsillos. En el ascensor antisocráticamente pienso cómo uno a veces hace el bien incluso sin quererlo.
Nota: los primeros tres párrafos pueden resultar pesadamente redundantes para los uruguayos, pero ante la posibilidad de lectores argentinos y demás, me sentí obligado a ampliar.
Le había pedido a mi padre que me llevara al partido Nacional-River. Hacía tiempo que no había un partido tan atípico en el fútbol uruguayo. Esto principalmente debido al hecho de haber un revuelo semejante al de un clásico por un partido que, palabras más, palabras menos, era entre un grande y un chico.
Por historia, es difícil encontrar un equipo tan irrelevante como River Plate, un equipo que se hace llamar darsenero, pero que al cambiar su sede de la aduana al prado poco tiene que ver con los puertos, un equipo que nunca estuvo en competición internacional que recuerde y que no tiene ningún título relevante whatsoever. Sí podría adjudicársele el hecho de haber sido la cuna de futbolistas eventualmente importantísimos como Morena (el goleador histórico de Peñarol y posiblemente del fútbol uruguayo), así también como Carlos “El pato” Aguilera y algunos otros jugadores que naturalmente llegaron a su cenit de fama y juego con otras camisetas. Incluso, en materia de hinchada, River Plate es un cuadro tremendamente intrascendente, obteniendo la pequeña porción de la torta que pudo en el barrio con más clubes de Uruguay (El Prado, con más de tres equipos), y cuyos simpatizantes no se caracterizan ni por la fiereza de los de Cerro, la garqués de los de Defensor Sporting, la religión predominante de los de El tanque Sisley, la afiliación política de los de Progreso, la ancianitud de los de Central Español, la fidelidad de los de Cerrito, o la evidente omnipresencia de Peñarol y Nacional.
Sin embargo, el partido era un auténtico fenómeno mediático, un poco porque River Plate venía jugando incontestablemente bien y otro poco muchísimo más grande por la dirección técnica de Juan Ramón Carrasco, un tipo que más allá de nunca haberme convencido como técnico (si como jugador, obviamente) , indudablemente sabe cómo venderse.
Si ganaba Nacional, le quitaba la punta a River; si River ganaba, se le abría el camino hacia el campeonato como nunca antes en su historia. Una vez en el estadio, lo pude confirmar: más de cuarenta mil personas, más público que en ciertos partidos de la copa del mundo. A pocos metros del palco donde estaba instalado, había un pequeño sector dedicado al público de River. Todos los que alguna vez se pusieron una camiseta roja y blanca estaban ahí. Se los veía realmente felices, con una esperanza que hacía mucho tiempo no veía en ninguna persona (y mucho menos en un uruguayo). Incluso cuando entró el equipo de Carrasco me pareció un tanto exagerado el recibimiento, con stock de bengalas y bombardas que parecían restos de armamento soviético defectuoso comprados a precio de saldo a un país de medio oriente.
La historia más o menos se sabe, en cuestión de media hora River, el cuadro chico pero hiper inflado de Carrasco iba ganando por tres goles a cero, y prácticamente el desempeño de Nacional daba lástima. La superioridad era violentamente evidente, y como hincha de Nacional estaba más aturdido que deprimido. Fue entre el segundo gol y el tercero que escuché a una persona puteaba cada decisión del árbitro con la persistencia y violencia de un tourette. Era un viejo de bigotes, con gorro de River y camiseta del Atlético Madrid (con el nombre de Forlan escrito atrás, y que comparte los mismos colores de los darseneros). El tipo se sentaba y paraba a cada rato, y el cuidado con que lo trataba el resto de la hinchada indicaba que era, cuando menos, un personaje ilustre del club. Ya para cuando River metió el tercer gol, lo primero que hice fue mirarlo a él. El señor saltaba, se abrazaba de un señor cuya gordura volvía sinuosas las verticales de su remera, se sentaba, gritaba de vuelta. En sus ojos celestes había una llama que parecía haber estado tapada por mucho tiempo, quizás por toda una vida. Uno podía pensar que aquella alegría posiblemente terminaría por matarlo.
Sin embargo, para el final del primer tiempo llegó un gol del Chengue, jugador rústico cuya anotación tuvo una mayor relevancia de lo que cualquiera de nosotros hubiéramos pensado. Aquel gol fue como si alguien del público se hubiera levantado y gritado: Carrasco está desnudo!. En aquel momento ninguno lo sabíamos, pero era el comienzo del fin. En el entretiempo incluso se acercó una cámara a entrevistar el viejo. No podía escuchar mucho de la entrevista, sólo veía el rostro imperturbablemente feliz del viejo, desenvainando sus dedos para indicar cifras y fechas que atestiguaban predicciones y un incondicional seguimiento al club.
El segundo tiempo todo cambió, como una pieza de yenga extraída por un borracho, el sistema, todo colapsó, los caños se cerraron, la ley de la gravedad se devoraba a los tiros, al golero se le amputaron las manos y los pases iban para cualquier lado como una veleta desquiciada. Nacional en cuestión de veinte minutos igualó el hasta por entonces hazañoso resultado de River.
Más allá de ser hincha de Nacional, al ver aquella gente tan feliz al principio del partido, por un momento pensé qué divertido sería ver cómo la supremacía del viejo equipo terminaba por destrozar todas sus esperanzas, como si fuera un dios primigenio desmantelando por completo un pueblo pagano. Y ciertamente lo venía disfrutando, hasta que en el tres a tres volví mi mirada hacia el viejo. Había dejado de gritar, uno desde mi distancia podía observar su garganta atragantada mientras miraba la cancha con los ojos más tristes que he visto. A diferencia del resto de los hinchas de River el tipo no estaba furioso, sino sencillamente triste. Se había quitado el gorro, lo tenía entre sus piernas, le doblaba y enderezaba la visera, quería arrojarlo al suelo, aplastarlo con su pie, pero había alguna parte suya que lo impedía. Luego llegó el gol de Romero, y volví a mirar al señor. No decía nada, miraba el suelo y algunos compañeros suyos le daban palmadas de aliento en la espalda. Fue entonces que aquello dejó de ser divertido. Una parte de mí quería festejar, pero no podía. Miraba al viejo cada tanto y una tristeza rayana en la culpa me invadía el pecho. Sentía su angustia demasiado presente, era incómodo. Incluso pensaba en aquello y me percataba de que en cuestiones bíblicas, no sería más que otra persona en el público enardecido aclamando la victoria de Goliat. Era prácticamente una historia sin final feliz, y yo estaba ahí, celebrándolo con papel picado.
Para el quinto gol miré al costado y en el lugar del señor había sólo un banco vacío. Imaginé su vuelta a casa, sacarse la camiseta, dejar el gorro colgado en un perchero y sentarse al borde de la cama, sin decir nada. Luego serían los días, la herida de esa derrota aún abierta, las jodas de sus vecinos, uno de los días más importantes de su vida arrastrado por el barro. Y después vino el tiro libre convertido en sexto, y para aquel entonces ya estábamos bajando por las escaleras del estadio, entre garcas, viejas figuras del fútbol y hombres de negocios que quieren tener algo de qué hablar en el lunes en la oficina.
Me subí al auto, aún pensando en el viejo mientras escuchaba en la radio la voz de Ríos repetir palabras como hazaña, milagro, fiesta y alegría.