No pussy blues/Love songs for patriots
Los dieciséis años apestaban. Lo peor era que había sido una edad anhelada, una cuenta regresiva esperando que ocurriera algo, pero no, todos pasamos nuestros primeros meses en esa clase como pequeños Aguirres esperando desquiciadamente el descubrimiento de El dorado. Pronto no sólo nos dimos cuenta de que no sólo eran mentira todas las expectativas que nos habíamos hecho, sino que era peor aún. El primer mito: los bailes plus quince. Cuando uno tenía catorce, la edad de los dieciséis circulaba en común acuerdo como una cifra divina, casi alquímica, en la que uno al asistir a esos bailes tendría a todas las pendejas –por lo menos las de quince, o catorce- a sus pies. Cuando llegamos a aquella edad, los bailes plus quince habían virtualmente desaparecido, y todas las mujeres comenzaron a asistir a discotecas para mayores de dieciocho, con cédulas de sus hermanas, cargándose a los patovicas, haciéndose las borrachas, o sencillamente pasando por una basurita en el ojo en el panóptico del sistema de seguridad de los boliches (un panóptico que parecía el ojo de Sauron en el caso de que fueses hombre). Pero lo peor no terminaba ahí, una vez que lograbas la hazaña de meterte, te dabas cuenta de que eras prácticamente un hijra de la India, casi como si fueses una de esas mujeres colaboracionistas del régimen nazi en Francia con un 16 tatuado en el cráneo afeitado. 16, 16, 16. Uno lo podía sentir, prácticamente tenía el suplemento hormonal de los de dieciocho, e incluso –al menos en mi caso- los solía superar en altura, pero había algo mal, algo que estaba dentro tuyo como una maldición que se te pegaba y era parte de vos, como esos números que tiene Hurley marcado a fuego en Lost. 16, 16, 16, un código de barra que te reconocía como producto defectuoso.
Si aquello era jodido en el mundo de la noche, en el día, donde uno acudía a clases se revelaba más terroríficamente, como la mañana que maquilla grotescamente a algunas de esas mujeres que creíamos lindas en el consuelo de las luces y el humo. Uno ve aquellas películas yanquis y se encuentra con aquellos capitanes de fútbol americano metiendole a nerds sus cabezas en waters. Bueno, nada de eso pasaba realmente. Aquello era algo exagerado, demasiado obvio, como el período anátomo-político de Foucalt. Lo que sucedía en el liceo era mucho más disfrazado, sintomático, biopolítico, y como tal, mucho más difícil para escaparse de él. No había nadie discriminándote abiertamente. Ni siquiera era una indiferencia activa. Sencillamente, a las mujeres no les interesabas. La analogía es casi aplicable a la música. En los setenta, Martin Rev tocaba con una mano y con la otra se defendía de las cosas que el público le arrojaba. Johnny Rotten y Sid Vicious en su gira por Estados Unidos vivían aquella experiencia como una batalla de Verdún constante, donde el escenario era una mera trinchera frente a los golpes y gargajos arrojados por la gente. En cambio, esto era un público diferente, casi como tocar en una cena show en la que la gente está demasiado ocupada en su comida como para oír tus gritos. Alan Vega podía sobrevivir bajo el influjo de otra fuerza antinómica, pero nunca podría haber existido en un mar templado y sin viento en los que nadie tuviera una opinión ni reacción suficientemente formada sobre uno.
A uno le acertaba la idea de que había algo mal consigo, pero se miraba en el espejo, y más allá de usar ropa un poco más monocromática que aquellas camisetas colorinche de Rugby, no había ningún detalle físico abominable que lo separase del resto. Es más, uno veía algunas personas que tenían relativo éxito con las mujeres y objetivamente eran tipos bastante feos. En esas circunstancias, uno lo piensa y es natural que haya actualmente un fenómeno emo. Es más, leo algunos pseudo poemas míos de aquella época y me doy cuenta de que perfectamente podrían entrar en alguna canción de My Chemical Romance. Por suerte, en aquella época ninguno sabíamos de tal término, y prácticamente nos desentendíamos de toda onda, tribu, o movida que existiese. Sabíamos que había punks, pero ni a mí ni a ninguno de mis amigos nos gustaba el punk. Lo más cercano al punk era Nirvana, pero ¿a quién no le gustaba Nirvana a sus dieciséis años? (bueno, ahora que lo pienso, a mi no me gustaba Nirvana). Había algunos goth, pero aquello ya era demasiado extraño para nosotros, y más que desear alguna darky que se solían ver caminando por 18 de julio, ninguno teníamos mayores intenciones de saber sobre aquella congregación –además, ¿si no creíamos en Dios, por qué íbamos a hacerlo en Satán?-. Skater, ni ahí. Por otra parte, una vez jugué un partido de rugby en Cabo Polonio, en una de esas salidas de integración del liceo. No tenía idea de cómo se jugaba, sólo sabía que era como el fútbol americano –que había aprendido a jugar en el Nintendo 64-, pero que no había pases para adelante. La cuestión es que tomé aquella pelota ovalada y durante todo el partido no me la pudieron sacar, dejando bastante en ridículo a algunos cuantos gordos que hacía unos años venían entrenando en el Pucarú (y que habían llevado la pelota a Cabo Polonio como una forma de mostrar su virilidad de macho alfa a las demás compañeras)... La cuestión es que unos días después, saliendo de la pista de atletismo, uno de los rugbiers más buena onda que había de ese grupo me ofreció entrar al equipo. Visto en retrospectiva, aquella escena se cargó de un extraño misticismo, como si aquel tipo fuera Al Pacino ofreciéndole a Keanu Reeves todo lo que un mortal quiere tener, a cambio de procrear con su buenísima hermana al Anticristo –saben a qué película me refiero-. Incluso, recuerdo que me dijo que si entraba podía conseguir muy buenas minas.
La respuesta fue no, y con el tiempo comencé a suplantar aquella actitud lastimera y autoflagelante con un no activo, un no que significaba mucho más que “no me importan si no dan pelota”. De hecho, a partir de los dieciséis años, más perfilándose para los diecisiete, dieciocho años, el resto de los compañeros de clase, aquellos que habían tenido cierto período de gloria, también terminaron cantando su No pussy blues, porque las mujeres, cada vez más ambiciosas, comenzaron a salir con tipos de veintitrés o veinticinco, tipos que las iban a buscar al colegio en auto y les rompían el corazón sistemáticamente. Hoy en día cada tanto me cruzo o escucho de alguna de aquellas mujeres, y me doy cuenta de que las cosas no cambiaron demasiado. Sus novios parecen choferes, uno los ve sólo cuando las llevan o van a buscar de fiestas en las que están mayoritariamente solas. Es triste ver cómo miles de mujeres (predominantemente de clase media, media-alta) se cagan un importante trozo juventud, entrando y saliendo de relaciones cuyo único fin es ese, estar de novias, mostrárselo a sus amigas, evitar el miedo de ser la única de su grupo que no tiene novio, evitar un fin de semana sin tener nadie quien la llame, invitar a su novio a asados en casas de balneario de sus padres, creer que están enamoradas, cuando no es más que un subterfugio hacia su soledad, o peor aún, no una soledad sentida, sino socialmente determinada.
Pero volviendo a nosotros, los hombres, o más específicamente El Oliver, Santiago y yo, nos fuimos –quizás inconscientemente- tomando en serio aquel no. En el extraño mundo del San Juan –bueno, no tan extraño- el ser estudioso era un hándicap, y cuanto uno más conocimiento mostrase sobre ciertos temas diferentes a “nuevos lugares en los que te entregan frees para tal boliche”, aquello se iba revelando como un lastre, una corona de espinas que uno tenía que llevar con disimulo. Uno veía algunas películas indies, y veía aquellos geeks ganadores y se preguntaba si aquello pasaba sólo en Estados Unidos, o era algo para lo que había que esperar en un par de años. Eventualmente, las películas estadounidenses tuvieron razón, y ni bien entré a facultad, la cultura se convirtió en mi caballito de batalla en eso de cargarse a minas, pero en el liceo el estudiar, el no tomar, el no fumar, el ser responsable, era algo cuasi punk. Era el mundo del revés en el que uno decía Fuck the system, i’m going to study. Aquello era negarse, una negación radical, patear el tablero para ni siquiera ser parte del juego. En el recreo uno le apostaba a un tipo un tanto extraño a que no podría cazar una paloma con la mano, y mientras asistíamos a un ridículo espectáculo de plumas y tropezones, las otras personas, fumando y hablando de alquilar casas para ir a veranear en La pedrera, nos veían sin saber qué comentario emitir. Aquellos fueron nuestro años con el negro Oliver y Santiago, y de a poco comenzamos a adquirir en nuestros rostros y manierismos algunos elementos de Ren y Stimpy. Rostros desencajados, ojos inyectados de venas, toda aquella imaginería grotesca comenzó a tatuarse en nuestros rostros y nuestros cuadernos.
Sí, nos estábamos volviendo feos, y carajo que lo estábamos disfrutando. Ir a un lugar sin perspectivas de cargarte a alguien se siente como algo completamente absurdo. El hombre construye un puente para decirle a la mina que le gusta “mirá, construí un puente”. Así, sin ese plus, esa promesa, todo se teñía de algo intraducible, una prisión, pero a la vez una libertad radical. No había nadie a quién impresionar. Todo estaba permitido. Santiago un día se levantó de su asiento en medio de una clase de inglés y, con unos estigmas dibujados en las palmas de sus manos gritó “soy Jesús”. Justo nos había tocado una profesora bastante religiosa y se sintió ofendida. Cada dos por tres nos levantábamos y señalábamos el piso gritando que había una ardilla corriendo por la clase. La mayoría de la gente se levantaba y se subía a los bancos, como si fuesen tan manipulables como esas histéricas de Charcot. Con el Oliver aprendimos a desmayarnos apretándonos una vena que iba al cerebro y una vez planeamos un desmayo en masa para evitar un parcial (idea a la que muy pocas personas se plegaron). Yo ya había dejado todo el tema de los OVNI’s, pero igual delante de esa gente explotaba las pocas células de Fox Mulder que vivían en mí. Incluso, los fines de semana consistían en Martín y Santiago viniendo a mi casa, y tras jugar algunos partidos de Internacional Superstar Soccer, íbamos a caminar por la calle, esperándonos encontrar con alguien de las proximidades de algunos boliches para que nos dieran algo de cerveza. Nos quedábamos haciendo puerta. Un día Martín apareció con estas minas bastante buenas, un año menor que nosotros, creo, y Santiago se quedó todo la charla insistiendo en el pedazo de sorete que acababa de pisar, mostrándoselo y observando la cara de asco de las tipas. And so on.
En todo aquel periplo negativista, el sexo era algo bastante lejano (a no ser que fuéramos al Casablanca, o alguno de esos prostíbulos que iba una cantidad de gente, pero que yo me negaba terminantemente a asistir), y más extraño aún era el amor. Yo me había enamorado un par de veces, pero salvo una monumental victoria que duró demasiado poco tiempo –y que me tomó un par de años reconocer que no tenía nada de monumental-, el amor era algo bastante asociado con frustraciones. La única forma de experimentar amor era escuchar canciones que hablaban sobre aquello, casi como si fuesen libros de ciencia. Ninguno sabíamos qué era el amor, pero suponíamos que tenía algo que ver con esas baladas hipertrofiadas de Guns ‘n Roses, con el amor sesentoso de Lenny Kravitz, con la sensualidad de Barry White, con alguna de esas baladas ochentosas que pasaban en las radios nocturnas, con los temas más bellos de Radiohead, ya fuera la proto emo Creep, la cinemática soundtrack for Romeo and Juliet, o Fake Plastic trees (que no, no era de amor, pero servía para martirizarse un poco). Mientras la mayoría de las personas tomaron sendas más o menos predeterminadas (Guns ‘n Roses por un lado, por una vía paralela, pero bastante combativa Nirvana, Peral Jam y todo el mismo heterogéneo mejunje grunge, y por el lado más metalero Metallica-ah, y también los fanáticos de RHCP), yo me mantenía aferrado a Radiohead y comenzaba a hurgar en discotecas viejas, buscando más y más cheesy love songs, que me pusieran en sintonía con lo que supuestamente era el amor. No es gran sorpresa volver sobre algunos compilados de aquella época y encontrar músicos como Al Green y Marvin Gaye, o Bruce Springsteen. Había una necesidad de sentir fuerte, hondo, y en un tiempo no mayor a cuatro minutos. Más o menos así me ocurre de encontrarme con un arriesgado descubrimiento.
AVISO, acá es cuando meto una teoría divagante que posiblemente tenga tan pocas bases epistemológicas como el título de erotóloga de Natacha Jaitt:
Los setenta, pero sobre todo los ochentas, se fueron plagando de power ballads –hipertrofiándolas como una naranja transgénica a cargo del Metal-, que fueron creciendo hasta derrumbarse como una torre de Babel hecha de naipes con el fenómeno indie-slacker-loser de los noventa, un fenómeno que irresponsablemente me gusta asociar con la tríada Pavement-Nirvana-Beck. Sobre todo Pavement, pero también Nirvana y Beck (con ese cuasi himno de I’m a perdedor, I’m a loser baby, so why don’t you kill me), trajeron la ironía a casa, y con ellas todo un conjunto de obras en los que los personajes ya no eran adolescentes apasionados de pequeños pueblos que se fugaban para casarse en Las Vegas, sino tipos agrios, incisivos, amargados, pero graciosos, como lo podría haber sido la heroína Daria (me preocupa lo mainstream y MTV-oficialista que se está volviendo este post, pero sigo), eso que la gente volátilmente le gustaba llamar Generación X. La cuestión es que si uno ve el terreno musical, puede percibir que sí, que seguían habiendo algunas de esas baladas pomposas (me refiero al rock estadounidense, por supuesto que sigue habiendo bandas pop y cantantes latinos que siguen cantando teamoporqueteamoyoteamo), pero se había generado un sentimiento de profunda desconfianza hacia cualquier emoción muy desnuda y sobreexpuesta. Posiblemente el punto crítico de la pomposidad amorosa había llegado con una de las canciones, pero sobre todo, videoclip más over the top de la historia: November Rain.
Durante mucho tiempo me había gustado aquel video, pero ahora lo veo y me tengo que mantener bien sentado, porque en cualquier movimiento descuidado me cago encima de la risa. Todo es completamente cursi, radical y hasta absurdo, quizás como una fiel muestra de la megalómana personalidad de Axl, que ya iba mostrando su hilacha psicótica. De hecho, la escena más ridículamente over the top no es cuando Axl está llorando a su esposa en la iglesia, ni cuando toda la gente se resguarda de la lluvia como si fuese una erupción del Etna, sino cuando Slash se va caminando del atrio y se pone a tocar aquel solo a las afueras de la iglesia, que extrañamente queda en el medio del desierto –alternándolo con escenas en vivo del tipo tocando parado arriba de aquel piano de cola en que Axl emula a Elton John. De hecho, en los siguientes videos siempre se le encontró una situación over the top para poner a tocar a Slash, como cuando sale del agua en Estranged. De cierto modo, el amor se fue inflando para explotar en aquel tema que se terminó por ir más al carajo que cualquier otro tema de la época. Con esta lectura un tanto parcial y posiblemente mítica, Nirvana –banda que siempre se asoció como antagonista a los Guns, y que de hecho resultó dar su golpe de gracia a la banda de Los Angeles, sobre todo en aquella genial presentación de los MTV music awards- es casi un anticuerpo que intenta volver a la homeostasis el cuerpo del rock, que había sido masivamente invadido por el sentimentalismo kitsch de la otra banda. De ahí en más, la desconfianza hacia las emociones se fue haciendo generalizada, y las letras roqueras, sobre todo las indies, se fueron poblando de cierta mordacidad, pero una mordacidad que nunca se anima a mostrar su hilacha sentimental. No es que reclame a una banda como Jesus Lizard que se pongan a hacer una balada –por Dios, no, aunque sería un experimento bastante divertido-, pero las canciones de amor fueron perdiendo aquella desnudez e inocencia que tanto me gustaba en temas de otra época. Soy un tipo que le gusta Bruce Springsteen, y no sólo el minimalismo de Nebraska, sino todas esas epopeyas de carretera de Born to run, las canciones de sentimentalismo hipertrofiado de Born in the U.S.A., incluso algunas de aquellas baladas ochentosas de Tunnel of love. En el Estados Unidos de Springsteen cada herida sangra el doble que las otras, y cada amor es un estado momificado de la eternidad, en el que se debate, en los kilómetros que se desvía una carretera de otra, el destino del universo. Incluso, cuesta creer cuan sentidos y sobreexpuestos pueden ser los sentimientos en una banda tan indie como los Replacements, que en los ochenta no se sonrojaban por hacer geniales covers de power ballads de Kiss.
De toda esa herencia romántica quedan algunos, pero no muchos, y el principal género que tomó esta posta es el Emo y el Nü Metal, entendiéndolo mal, seleccionando algunos aspectos y deshechando otros.
Con novia y todo, aquel Agustín de hace unos cuantos años no ha cambiado del todo, y necesita continuamente catalizar el amor por medio de películas y canciones. De este modo, preparé una lista de aquellas canciones que me parecen más interesantes, mas significativas, o que más me vienen pegando en cuanto a eso del amor. Por supuesto, esto es algo puramente subjetivo, no se trata de hacer una antología a lo Rolling Stone tipo “las mejores baladas del siglo, con entrevistas a Chris Cornell, Anthony Kiedis, Madonna y Britney Spears”. Y por supuesto, soy consciente de hermosas canciones que dejo en el camino, como Most of the time, Just like a woman, o cualquier tema del Blood on the tracks, de Bob Dylan, la hermosa colección de baladas que dejó Leonard Cohen, Stephanie, de Zitarrosa, a la que es difícil sobrevivir sin hacer papelones ante la primera escucha, muchas de la increíble colección de canciones de amor de Destroyer, el incómodo romanticismo al borde de la destrucción de algunos temas de Xiu Xiu, aquella monumental canción sobre la madurez que es Lover’s spit (Broken Social Scene), una cantidad inconmensurable de hermosísimas baladas de amor hechas por Morrisey y compañía, los desgarradores temas compuestos por Mark Eitzel, alguna de aquellas sesenta y nueve, y muchas más canciones de amor compuestas por Merrit y compañía, aquellas íntimas canciones que poseían durante tres minutos al cuerpo y voz de Tim Buckley, toda esas bossas que me faltan escuchar, y la genial Plea for tenderness, de Jonathan Richman, que hace poco tiempo me mandó Darío.
Acá va la lista. Ah, y hagámosla en 16 canciones, para mantener el espíritu. Si orden alguno:
Gato Barbieri- Last tango in Paris
Monday, September 01, 2008
Subscribe to:
Posts (Atom)