Friday, February 22, 2008

Breve guía para deprimirse en verano
La mayoría de la gente no asocia la tristeza con el verano. Ciertamente, se suele preferir la tristeza para los paisajes invernales, en donde hay suficiente tiempo en casa para cobijarse en un autodesprecio que nos saca del frío o la monotonía. Para el verano la gente suele preferir temas más felices, o por lo menos de un sonido más earfriendly, por lo que no es casualidad que las radios tengan particular predilección por los temas más lobotomizados posibles (algo así como un shut the fuck up and dance!). Pero hay días de febrero en que uno anda con ganas de escuchar el In Utero de Nirvana o el Pornography de The Cure y sin embargo en cualquier boliche, bar u ómnibus suenan murgas, lo más pachanguero del pelado Cordera, o el útimo y pedorrísimo tema de Sean Kingston (cuya historia detrás de la censura es otro jugosísimo tema aparte). Uno también anda con ganas de verse alguna película de Bergman, Antonioni o algún checo que nos deleite tres horas y media con una película en sepia llena de planos secuencia de quince minutos, y sin embargo en las opciones de cartelera sólo encuentra superhéroes diet reinventados, frat movies y films de animales deportistas. Incluso para los que queremos vestirnos de negro, la reflexión de sol amenaza con calcinarnos vivos y nos vemos obligados a ponernos nuestras chombas más colorinches. El mundo se olvida de que el verano también puede ser un período bastante mezquino, lleno de rupturas amorosas y viajes sudorosos en ómnibus atestados. Vean a una persona trabajando a las dos de la tarde en un Callcenter sin aire acondicionado y díganme si aquello no es el rostro más fidedigno de la depresión. O ver al sol ser engullido una y otra vez en la rojiza gula del horizonte mientras uno estudia quince horas al día, lamentándose todo lo que no se estudió en el año. En verano, la tristeza está dejada aparte, como un excreción desagradable en el medio de un corredor de la que nadie quiere hacerse responsable. En verano hay una dictadura de la felicidad. Es por eso que ante este constante desprecio escapista a la tristeza, reclamo nuestro derecho a estar sudorosos y tristes en esta época del año. Para ello pensaba hacer una pequeña lista con algunos discos y películas que quizás no te harán saltar del edificio, pero que de seguro te lograrán hacerte sentir un poco más miserable. La confección de la lista resultó ser más complicada (y extensa) de lo que creí, limitándome a mencionar cuatro discos y cuatro películas, y descartando la sección literaria que también tenía preparada (pero que de haberla incluido, este post habría sido de doce carillas a interlineado sencillo y Times New Roman 12). Las discusiones sobre la banda más perfectamente triste son largúisimas y están cercadas por el mundo subjetivo de cada uno, lleno de recodificaciones que se establecen a partir de los après coup de experiencias pasadas, o la búsqueda genealógica de la forma en que pegó un tema en determinado momento. Hay quienes siempre buscan en la canción triste el correlato de la vida del autor, en cuya categoría suelen incluirse los necrófilos fanáticos de los suicidal rockstars. En este último caso, el suicidio de alguien suele elevar sus últimos discos al fetiche de las últimas palabras, en donde se intenta buscar línea a línea, cual semiólogos de lo indecible, o detectives literarios, la reconstrucción de la escena, el indicio del trágico final. Aún así, por más que los peores momentos emocionales de los músicos o cineastas nos suelen dar las mejores joyas artísticas –aunque no siempre es así, poniendo el ejemplo de Kerouac, que cuando estaba en sus últimas su trabajo no era, por lo general, de la misma calidad que lo hecho en sus mejores años- hay que reconocer que la estética del resentimiento y el bajón han dado inconcebibles retoños, que pueden trazarse desde las hermosísimas y personales letras de Morrisey hasta el tema más emo cantado por los teens peor maquillados de la casa más paqueta del Orange County. Es verdad que es injusto evaluar a los padres por sus hijos, pero en cierto modo los Smiths con temas como I know it’s over pueden verse en aprietos en las pruebas de paternidad del emo, ese género que tanto nos gusta odiar hoy en día. Al mismo tiempo, mucha gente recurre al puro solipsismo y a la hora de medir la tristeza de una canción, lo hace con la vara de sus propias experiencias, siendo esto un método demasiado poco preciso para evaluar (en ciertas condiciones, la canción más insoportablemente sufrida de Xiu Xiu podría considerarse un tema festivo). Pero llegar a la canción es algo más complicado que una suma de ingredientes. Como ejemplo de cuán premeditada puede ser esta búsqueda, podemos encontrar el Funeral Doom, un género del metal que intenta recrear los paisajes más desoladores y desesperantes que se puedan crear con riffs letárgicos y oscuros, como si intentaran encontrar la epítome de la canción depresiva o sencillamente funeraria. Personalmente, aquello tan exageradamente premeditado me parece como una pornografía de las emociones. Aún así, hay temas absolutamente deprimentes dentro de discos que no lo son de una manera tan homogénea, como pueden ser algunos del Blood on the tracks de Bob Dylan o incluso algunos del Third sister lovers de Big Star. Con los films es exactamente lo mismo, uno siempre está en la cuerda floja entre un bajón digno de Bergman y el culebrón venezolano.
En resumen (y en un post donde parece haber de todo menos resumen), esta es una pequeña lista de discos y películas que pueden tener un efecto devastador si alguien la escucha en el lugar adecuado, en el momento adecuado. Administrar en pequeñas dosis. En caso de sobreexposición, vaya a este post:

Discos
(Bajar cuatro temas -Colors and the kids, The eternal, The Kids y Falta- , de primera, en un mismo archivo .rar)

Cat Power-Moon Pix (1998)
El Moon Pix de Cat Power es de esos “discos de autor”, que siguen la línea del Pink Moon, el The boatman’s call o el If I could only remember my name, es decir, discos demasiado personales, casi como una radiografía de un momento preciso en el que se encuentra la persona o la banda. Todo lo que era Chan Marshall en aquellos tiempos se puede encontrar en el disco, y si uno tira del hilo se va encontrando todo lo que va quedando de la malla. Hasta en la misma tapa, Chan está hecha pelota, tal como estaba en el momento de grabar el disco. En algunas entrevistas de aquella época dice que después del What would the community think, por un tiempo creyó que su abandono de la escena iba a ser definitivo. Se fue de Nueva York, y se alojó en Portland, oficiando un tiempo de niñera. En esa época tenía serios problemas de alcohol, pero no de esos de rock stars cabalgando la serpiente entre toda la gente linda de la escena, sino algo más bien triste y tan poco glamoroso como dormirse cagando en el baño de un boliche de cumbia. Cuenta la historia que agobiada por malas juntas y ataques de pánico, luego de vivir durante un tiempo en una granja (un back to the roots que más que placentero estuvo plagado por ataques de pánico y pesadillas –dice que fue precisamente a partir de una pesadilla que pergeñó la mayoría de sus temas-) se autoexilió en Australia, donde llevó a cabo la grabación de este disco. El resultado es escalofriantemente hermoso. Un disco redondo, posiblemente el mejor de Cat Power (aunque sólo por fetichismo personal prefiero el Dear Sir), un disco en el que se respira un It’s now or never, con lo poco que queda de una confianza tan enclenque como un nido en medio de un vendaval. Dentro de los grandes temas –de paso, terriblemente deprimentes- que inundan el disco, entre ellos You may know him y Say, se encuentran dos joyas de incalculable valor. Por un lado, Metal Heart, un tema de una belleza imprevisible y desconcertante como el ojo de un pato, un tema cuya aspereza en su letra contrasta impensablemente con lo aterciopelado de la suave y dulce voz de Chan Marshall. Cualquier femme rockstar habría convertido aquello en otra combativa canción de despecho (un mal muy expandido en las cantantes fanáticas de PJ Harvey), y sin embargo Chan lo hace desganada y al tiempo dulcemente, como un animalito que no le importa ser presa, que se ofrece sereno antre la mirilla del cazador. Es por esta misma razón que fracasa la reinterpretación que Chan hizo de este tema en su nuevo disco Jukebox: con una nueva expresividad vocal mucho más versátil, se pierde esa languidez que dota al tema de verdadero sentido y lo separa cualquier otro tema de amor no correspondido escrito por alguien. Pero la brillantez del disco no termina ahí, y en el tema nueve llega la asfixiantemente hermosa Colors and the kids ¿Qué decir de este tema? Debe ser de los temas hondamente melancólicos más hermosos que se hayan compuesto en los últimos quinientos cincuenta años. Mientras que en discos como el Closer sentimos como un descenso a los infiernos, en este es todo lo contrario, es una melancolía dulce y serena, pero trágicamente verdadera, como el violento descubrimiento de percatarse de que nada podrá ser como era antes, que el pasado es sólo un conjunto de cuadros huidizos en los que nunca podremos adentrarnos ni vivir nuevamente, en donde el mismo presente es inalcanzable por algunas decisiones no tomadas en el pasado (I built a shack with an old friend/He was someone I could learn from/Someone I could become). Ese deseo de vivir cosas pasadas, esa desazón y desesperado intento de recomponer una vida que se quedó perdida como una flecha que erra el blanco, esos pequeñísimos pero significativos detalles de la vida revelados, como remangarse los jeans para que no se mojen en la orilla, es de las cosas más verdaderas, conmovedoras y a la vez hondamente tristes que escuché en mi vida. Es una canción cuya letra es perfecta, todas las imágenes inexplicablemente pegan de forma intravenosa, y la forma desesperanzada y a la vez desesperada en que Chan dice “I could stay here/ become someone different/ I could stay here/ become someone better” me hicieron un nudo en la garganta que nunca sentí con ninguna canción.

Joy Division-Closer (1980)
Ríos de tinta se han escrito sobre este disco como primer acto del suicidio de Ian Curtis, y más allá de esa tendencia necrófila que se parece más a celebrar la muerte que celebrar la vida de alguien, no se puede negar que si difícilmente se puede salir ileso de su escucha, mucho más difícil debe ser para quien hizo el disco. Nunca es bueno sacar conclusiones de la vida de uno a partir de su material artístico (de ser así, con mis poemas y cuentos mis padres probablemente me habrían internado en una clínica para tratarme de una depresión aguda mediante una terapia electroconvulsiva), pero escuchando este disco, uno realmente puede realizar los peores pronósticos. ¿Por dónde empezar? Es increíble lo homogéneo del disco en cuanto a su profunda oscuridad. Las estructura de las canciones son un tumor apenas diferenciado entre todo un mismo tejido que cubre el disco. Después de una producción tan increíble como la de Martin Hannet en este disco, resulta bastante cute el hecho de considerar a Trent Reznor como el amo de la oscuridad en términos de producción. El excelso manejo de climas se ve en la monótona batería de Atrocity Exhibition que suena como un tambor ritual de una tribu antropófaga, los sintes hipnóticos de Heart and soul, el bajo de Hook que es como un candirú esperando en las frías aguas de Passover, el "Where have they been" final de Curtis en Decades y su voz desfalleciente, casi en un último hálito en The eternal. Particularmente, creo que esta última canción es el tema más depresivo de la historia. No hay nada que pueda igualarlo, desde esos sintes que son como serpientes enloquecidas, hasta ese piano minimalista y lento pero completamente perfecto, pasando por la línea de bajo monótona como el pulso de un corazón desfalleciente y la voz de Curtis, recitando los versos más oscuros y aniquiladores que se hayan escrito. No, cuando uno escucha “Played by the gate at the foot of the garden / my view stretches out from the fence to the wall / no words could explain, no actions determine / Just watching the trees and the leaves as they fall”, no puede seguir con su vida, comer las mismas milanesas, mirar el mismo sol, hablar con la misma gente, como si nada de eso hubiera ocurrido.


Lou Reed-Berlin (1973)
Hay algo extraño con el Berlin de Lou Reed. Si uno lo escucha sin pegar particular atención a la letra, puede resultar efectivamente un disco triste, mas no “El disco más triste de todos los tiempos”, orgullosa condecoración que más de un medio especializado le adjudica a Lou Reed. Más aún, de a cuerdo a la mera melodía Sad Song no parece en sí una canción triste, y sin embargo es un engranaje más de ese animal monstruoso que es esta obra conceptual del viejo Lou. Y efectivamente, el tema del Berlin es que no puede tomarse por una disección canción a canción, todas funcionan desde una narrativa en que el todo es mayor a la suma de las partes. La historia de Jim y Caroline a más de uno le ha metido el corazón en una picadora de carne, la historia de una pareja de la bohemia berlinense, en donde no se escatiman detalles sobre cómo el hombre le pega a su mujer (Caroline Says 2), a la cual le quitan sus hijos (The kids) y se termina suicidando (The bed). La metódica vocalística de Lou Reed, junto a la misma frialdad de la música, o más bien la no correspondencia entre la melodía y la letra (sobre todo en Caroline Says) generan un extraño efecto similar al de aquellas imágenes infantiles supuestamente cándidas que encierran un horror que flota delante de aquella fachada. Esto se puede ver dolorosamente en The Kids, en que se escucha en un tono no alegre, pero tampoco trágico "They're taking her children Hawai / Because they said she was not a good mother / They're taking her children away / Because of the things that they heard she had done". Como si fuera poco, en la finalización del tema, detrás de una guitarra rítmica y un bajo juguetón, se escuchan los llantos de un bebé y los mami? de unos niños que sollozan desesperantemente. El equivalente musical al final alternativo de Supercampeones que a través de las quejas se terminó deshechando (en donde Oliver se despertaba y se daba cuenta de que toda su meteórica carrera futbolística había sido un sueño, y que de hecho tenía amputadas sus dos piernas luego de ser atropellado por un camión)

Sr.Chinarro-La primera ópera envasada al vacío (2001)
Siempre había querido escribir sobre Sr.Chinarro, y justo hablando de discos deprimentes ésta es mi oportunidad. Antonio Luque es uno de los compositores más interesantes de lengua hispana, con un estilo que suena como a un híbrido entre los Smiths, New Order y Red House Painters, junto a unas de las letras más extrañamente sugerentes que escuché en mi vida. Incluso, me da gracia entrar a ciertos foros de la banda y leer a gente que de hecho interpreta el surrealismo de las canciones desde una narrativa convencional. Por ejemplo, ¿cómo interpretar desde la óptica de una verdad esperando detrás de una metáfora versos como “Las cintas al tirar/de los moños de viejas que se van/de avenidas que acaban en el mar/de guías del metro en los pies y en el pulgar/Si fuera una excursión/una tras otra de negro en el vagón/que es de madera y te deja ver la orilla/el alquitrán y, ya quietas, las chiquillas...
No, la poesía de Luque es puro sonido y puras imágenes, impasibles de ser trasladadas a un lenguaje transmitible. Todo es permutable, las palabras adquieren una dimensión nueva tras la voz gruesa y generalmente monocorde del sevillano. En una entrevista hecha por Feedback-zine, Luque, al preguntarle cuál era su estado en el momento de grabar el disco, este respondió “En esa época me vi obligado de dejar de ver a una chica con la que llevaba un tiempo y entonces ella o, más bien, el que ella desapareciese fue la madurez... Pero no lo sé, era una época muy desordenada y por eso el disco salió así, está claro, tu estado mental se refleja en todo lo que haces. Mi casa, por ejemplo, estaba toda llena de pelusas y cuando componía salía todo parecido”. Efectivamente, todo parece estar lleno de pelusas, es un disco denso, más que nada asfixiante, con polvo y pequeños muñones de cosas e ideas flotando en un aire espeso. Tal como lo dijo Ezequiel en este post, curiosamente los temas están grabados en torno a una batería llena de ambiente y reverb, una batería que suele estar en sólo un canal y con entradas y salidas caóticas que son un ataque directo a las gestalts de las canciones. Todo es demasiado confuso e intrusivo, las acústicas filosas y monorrítmicas, las guitarras eléctricas cargadas de reverb y delay que suenan como a órganos de iglesias olvidadas, y la voz de Antonio Luque, elevada a la dignidad de un instrumento, un ser vivo indefinible que repta por debajo de la enmarañada malla vomitando verdades como pequeños conejitos. Pero sin lugar a dudas, tras las capas, capas y capas de sonido, lo que más resalta en este trabajo son los geniales arreglos de cuerdas, unas cuerdas que vuelven los temas claustrofóbicos, con una uneasyness similar a la que logran los cellos y violines de The Drift, de Scott Walker. Esto se puede ver en temas como Robando gusanitos, posiblemente el tema más perturbadoramente ambientado del disco, con un sonido de fondo que parece haber sido grabado de la melaza de conversaciones sueltas de un bar, en el que de un momento a otro llegan unos violines que sugieren peligro tal como los que invaden la escena de la ducha en Psycho. Y justo después de este tema, llega Falta, uno de los temas más opresivos de los últimos años. Lo que tiene genial este tema es que puede sepultarnos vivos en una extraña congoja sin nombre, sin siquiera poder atisbar el por qué de nuestros sentimientos. En el disco parecería como si Antonio Luque al pasar los temas se fuera descorporizando, todo comienza a ser tragado por un agujero negro en donde no tenemos idea donde estamos. Y así continúa Falta, esuchamos el letárgico “falta un par de rayas/en cada paso de cebra/falta un par de rayas/en la camisa que me prestas”, sentimos los violines y no entendemos por qué estas palpitaciones, por qué esta saliva solidificada en la garganta, qué son estas excreciones acuosas que salen de nuestros ojos.

Películas:
(Atención, tengo la mala costumbre de revelar finales)

Dancer in the dark-Lars von Trier (2000)
Lars von Trier es un sádico hijo de puta. En el mundial de los misántropos, el danés sale segundo, después de Solondz, por un penal mal cobrado en el minuto 90’. El tipo encarna película a película la verdadera dimensión de un Dios que tiende los hilos desde otra parte del mundo. En sus films él es Jahvé al mejor estilo antiguo testamento: severo, vengativo, voyeur, titiritero. Tiene una auténtica predilección por personajes débiles, personitas como insectos de un circo de pulgas en donde no entra aire y donde el usuario altera el mundo conforme a sus placeres más oscuros, con la siempre presente opción de aplastarlos con el dedo meñique. Por ejemplo, tenemos a Dogville, en donde la pobre Nicole Kidman es violada hasta el cansancio por todo un pueblo, desde el más osco y borracho recogedor de naranjas, hasta el ciego más débil y patético. Llega un punto en que al final del film, cuando se da pie a la venganza de Kidman, y uno mismo exige que aquello sea efectuado dimensiones medievales. Un auténtico placer nos inunda como espectadores al ser sacrificados todos aquellos pueblerinos de mierda que se aprovecharon de la necesidad de la protagonista, desde el mismo hombre que en un principio fue su fiel aliado, hasta los niños más pequeños que la molestaban cuando estaba encadenada. Queremos sangre, y ahí es cuando nos damos cuenta de que en algún rincón lejano y frío de Dinamarca, Lars von Trier está sonriendo, satisfecho como un diablo que logra tentarnos.
De entre todos los personajes femeninos protagónicos –el fetiche del director- podríamos hacer una condensación entre la retrasada de Breaking the waves y la cuasi ciega interpretada por Björk en Dancer in the dark. Sólo por un mero formalismo elegiría la última película como material deprimente par excellence –en realidad, las dos mencionadas más Los idiotas conforman lo que se ha llamado la trilogía del Corazón Dorado-, teniendo muy presente que Braking the waves también es angustiante y enfermizamente cruel. No voy a hacer una sinopsis de la película, quien quiera verla tranquilamente la puede alquilar en su videoclub amigo, pero voy a puntualizar una serie de aspectos del film. Sin ser un huge fan de la islandesa, de cierto modo la candidez que plasma en el film, similar a lo que también hace Emily Watson, acentúa poderosamente lo trágico e inmerecido de su destino. En cierto modo, Dancer in the dark es one of a kind, por el hecho de ser un musical y al mismo tiempo un drama de lo más deprimente. Selma es una inmigrante checa con un deterioro degenerativo de la vista, mal que también comparte con su hijo, para el cual junta plata para someterlo a una operación que podría revertir ese karma genético. Al mismo tiempo, el mundo al que no accede Selma por sus ojos lo complementa por pinceladas de sus oídos, imaginando –o alucinando- coreografías en donde todo se tiñe por una candidez digna de los musicales de los cuarenta. Efectivamente, la música es un verdadero termostato en la vida de la checa, y cualquier situación, por más horrible y triste que sea, encuentra trámite via una situación alucinada llena de bailarines, tap y collages sonoros. Esta contraposición de momentos peligrosamente deprimentes intercalados o reinterpretados por baile hacen del film una aterciopelada espiral invertida hacia lo más sádico del ingenio de von Trier. En la trilogía del Corazón Dorado, casi exactamente el negativo de su nueva trilogía de Dogville, Manderlay y una todavía sin estrenar, hay una predilección por convertir al personaje principal en mártir de una causa ética que se eleva por sobre la moral. Es así que luego de un accidente en donde muere un hombre que le había robado de sus ahorros –la cosa es más compleja, pero sugiero que vean la película, en vez de que se las cuente textualmente-, Selma, de acuerdo a una promesa que le había hecho al muerto, guarda un secreto que la condena a no tener material para defenderse en su juicio. El resultado de ello: Selma es encontrada culpable, incluso siendo acusada de posible filiación comunista. A pesar de ser condenada a muerte, se niega a apelar por no revelar el secreto de quien en un principio la puso en el lugar donde está. Lars von Trier no está lo suficientemente satisfecho con el potencial depresivo del film, lo que lo lleva a optar por el final completamente gráfico del frío procedimiento de la horca. La escena final está conformada por una coreografía en la cual se hace una canción con los pasos que cuenta Björk en su camino hacia la horca, consuelo que dura por un tiempo hasta el final abrupto, torpe y patético, que arranca a la mujer de esa última función imaginaria, gritando, pataleando y hasta desmayándose momentáneamente, hasta que los gritos se callan por la palanca, crack y el sonido tirante de la soga, invadiendo un nuevo silencio en la habitación, pudiendo observarse el sereno péndulo del cadáver suspendido a pies del suelo.
Cumpliendo el karma de muchas de las marionetas de Lars von Trier, Björk decidió cortar sus hilos, abortando su corta carrera fílmica a partir de este film.
Los amantes del círculo polar -Julio Médem (1998)
Ya hablé de ella en este post.
Dekalog, I -Krzystof Kieslowski (1989)
Recuerdo haber visto este capítulo en una copia de cinemateca que estaba tan gastada que parecía haber sido sumergida en soda cáustica. Era uno de los días más crudos de agosto, y estaba protegiéndome con un diario viejo del vendaval de parciales que nos tenía como perros en fin de año a la mayoría de los estudiantes de psicología. Era tanto el tiempo que insumía el estudio que toda actividad fuera de leer el material estaba cronometrada, al punto de que ir al baño era considerado un mini recreo. Obligado a pasear al perro en una lluvia copiosa frente a la que no me había preparado, decidí alquilar dos capítulos del decálogo del polaco. Ya había visto la trilogía de los tres colores, y embarcado en plena kieslowskimanía, estaba seguro de que iban a ser buenas películas. La cuestión es que luego de llegar a mi casa empapado, leí hasta las dos de la mañana, me sequé y me dispuse a dormir, actividad que también era considerada un lujo en aquel entonces. Puse la película para acompañar el sueño –me cuesta dormirme a oscuras y sin ruidos-. Me tiré a dormir con un jogging. Todavía temblaba un poco, me llevé las dos frazadas a la altura de la mejilla. Pensando que iba a dormirme enseguida, terminé viendo los sesenta minutos que duraba el film, convirtiéndose aquella en una de las noches más deprimentes que tenga memoria.
Kieslowski sabe muy bien los colores y las texturas que elige, y en esta película abundan los tonos apagados, como el de la nieve opaca que invade a todo Polonia, como el verde del monitor del padre, como las paredes, como el ceniciento color del bloque de edificios en donde no sólo viven los personajes de este capítulo, sino la mayoría de los de la serie. Son colores tristísimos, soviéticos y ochentosos, que incitan a una retirada autística sobre uno mismo. Y no olvidemos la música. La música de créditos, tanto al incio como al final, junto al plus del la imagen borrosa de la copia del casete, es tan deprimente como quince Mufasas aniquilados por antílopes en los ojos de un niño. Y siendo ya desde lo estético suficiente para hacernos clamar a gritos un poco de Prozac, la temática bajoneante no se queda atrás. Ya desde el inicio del film se nos pone de lleno con la muerte, encontrándose Pawel -un niño que reconoceremos como el hijo de Krzystof (no el director, sino el nombre de uno de los personajes)-, con un perro vagabundo congelado en la nieve –la imagen del perro es impactantemente triste, sobre todo para alguien a quien el maltrato de los animales le afecta más que el de las personas-. Angustiado, acude a Krzystof y este le explica los asuntos de la muerte de una forma bastante fría y metódica, revelándosenos pronto que este discurso es reflejo de la formación científica del padre. El niño está perfecto en su papel, y pronto esa relación de los dos se muestra con una complementariedad hermosa, los dos enfrascados en los mismos proyectos y convirtiendo la ciencia en un tercero que los une (nunca se habla de la madre de Pawel, aunque sí de una tía que está preocupada por su formación espiritual). La cosa es que con su computadora miden todo, y un día Krzystof le regala a su hijo un par de patines, con los cuales suele patinar -valga la redundancia- en un lago congelado. Una noche el niño le pregunta a su padre si puede ir a patinar y, tras fijarse unas gráficas sobre el grosor del hielo, le da su permiso. El hecho es que el niño no aparece y su padre se comienza a preocupar. Nadie sabe nada, pero en el fondo, Krzystof se aferra ante el hecho de que el hielo es suficientemente grueso como para que no haya pasado ninguna desgracia. Tal como vamos temiendo, el hielo se resquebrajó y esto lo terminamos de constatar recién cuando el padre se acerca al lago congelado y hay una muchedumbre de personas y bomberos. Lo terrible de la escena es que aún ahí el tipo parece bastante seguro de que, de acuerdo a los resultados de su computadora, es imposible que haya pasado tal desgracia, lo que hace a la caída aún más estrepitosa. Efectivamente, su niño es uno de las víctimas del resquebrajamiento del hielo. Ante esta súbita muerte, la historia deriva en el tipo yendo indignado a una iglesia, para intentar recibir las respuestas que el ojo verde de su computadora no le pudo, ni le puede dar. Acabando el film con los créditos y la música über deprimente del principio, se confirma, con el dolorosísimo sacrificio de ese niño que tan bien nos caía, la lógica del paralelismo entre los capítulos y el segundo de los Diez Mandamientos: “No te fabricarás ningún ídolo (…) Pues yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, y castigo los pecados de los padres sobre sus hijos”. En este caso, queda claro que el ídolo no es otro que la computadora. Y ya no hay canción de cuna, ni lección que aprender, una vez más el puño de Dios cae sobre nosotros, y no podemos hacer otra cosa que mirar desconsolados el televisor, tal como Krzystof se queda con los ojos estaqueados en su computadora.

La tumba de las luciérnagas-Isao Takahata (1988)
La tumba de las luciérnagas es la cosa más triste que puede existir en el mundo. No creo que nadie haya logrado destrozar al espectador en cualquier otro medio artístico como lo hace Isao Takahata en este film. El potencial devastador de esta película en quien lo mira es equivale a una súbita muerte de un conocido de carne y hueso con el cual nunca se llego a entablar una amistad perdurable, pero con el que siempre se mantuvo buen trato. Porque Takahata nos deja en pelotas, despojándonos de varios de los andaribeles que nos asistían de hundirnos en cualquier producto nocivamente depresivo. Este recurso perverso magistralmente logrado lo lleva a cabo por una serie de sustracciones que nos dejan con una cuchara en el campo de guerra de nuestra tristeza. Lo primero que quita es la incertidumbre sobre el futuro. La película empieza desde el final, y ya sabemos que el personaje termina muerto contra la columna de una estación de trenes. Está completamente hecho trizas, con los huesos pegados al pellejo, sucio, meado, vaya uno a saber qué cosas más. Es así que sabiendo el final, el film no es otra cosa que intentar construir el puente entre el feliz presente y aquel final devastador, un puente que no queremos construir, pero que lo vemos inevitablemente avanzar, aterrorizándonos ante nuestro acercamiento a la otra orilla. Cualquier imagen conciliadora o que inspire cierto bienestar será solo un lunar blanco en el claroscuro de aquella trágica existencia. Y ahora que digo trágico, también se pierde lo trágico. La forma en que lo encuentran los encargados del subterráneo nunca nos llega a hacer pensar que aquel cuerpo es o fue de un humano. Es un cuerpo, como lo es un envase de botella rota, un condón anudado en la esquina húmeda de un baño público, como muchos vagabundos anónimos que se mueren en las calles de las mañanas de invierno, sólo velados por sus perros. Esos vagabundos que una vez tuvieron nombre terminan siendo cuerpos de prueba para estudiantes de medicina. Los diseccionan, les analizan los pulmones, el corazón, le ven el rostro amarillento, el pene flácido y arrugado. Algunos estudiantes le ponen sus lentes, se ríen de ellos, conservan algún órgano que ocultan en joda en la cartera de una amiga. Y así se amigan con el muerto, le ponen un nombre gracioso, “Ulises”, “Ansina”, y así el vagabundo, mientras que es vaciado e inspeccionado, comienza a tener la familia que nunca tuvo. Algo así es la muerte de este vagabundo anónimo que aparece al principio del film. Por más que nos cuenten su historia, aquel cuerpo seguirá siendo anónimo. Se pierde lo trágico porque no hay pathos, no hay un camino tortuoso que desemboque en la catarsis, la resolución, la libreta moral en limpio, toda la muerte y la violencia es incapaz de restituir algo perdido, es muerte porque sí, sin razón de ser. Y finalmente, no hay muerte romántica. Los románticos encontraban en la muerte el orden natural en el que todo se reordenaba. Los amantes se volvían a encontrar, todo era posible en un mundo ulterior distinto al nuestro. Las leyes o condiciones que habían impedido concretarse a un amor imposible se derribaban por completo y configuraban a la dulce muerte romántica como el terreno de infinitas posibilidades. Pero en La tumba de las luciérnagas no, por más que el personaje siga teniendo la lata de su hermana, no se reencontrará con ella, da la sensación de que todo y todos están perdidos para siempre.
Hay una escena específica que te destroza por completo, posiblemente sea la escena más triste de la historia del cine, quizás aún más que los desesperados ojos de Meryl Streep en “La decisión de Sophie”. Repasando: Segunda guerra mundial, Seita, el chico que encontramos muerto al comienzo del film es hermano de Setsuko, teniendo que encargarse de ella después de que un bombardeo de los norteamericanos en Japón acaba con la muerte de su madre. Dicho sea de paso, llama la atención la crudeza del cuerpo de la señora, casi momificado por las vendas, al borde de la descomposición y repleto de larvas. Luego de eso, tras un ínterin de vivir en la casa de otras personas, Seita decide irse con su hermana a vivir en una mina abandonada, donde intentan sobrevivir con lo poco que tienen. Pero los alimentos de la posguerra son escasísimos y todo conduce lentamente al destino devastador que los envuelve. Todo esto conduce a la escena en que la niña se percata de la muerte de las luciérnagas. Estas habían oficiado de constelaciones y linterna como tregua no sólo a la oscuridad de la guarida en que duermen, sino como una tregua a todo lo terriblemente doloroso que los envuelve. Es así que Seita ve cómo la niña las entierra, y en ese momento se confirma el conocimiento oculto de la muerte de su madre que la niña siempre había mantenido, hecho que Seita estoicamente trató de ocultarle la casi totalidad de la película. Ese “siempre lo supo” es una verdadera patada en los huevos, y si eso parecía demasiado, hay que ver y tratar de resistir el momento en que Seita vuelve a la cueva para descubrir que la niña había muerto, tras haber querido alimentarse de piedras para salvarse de su desesperada hambre.
Recuerdo haber visto La tumba de las luciérnagas durante una claustrofóbica estadía en Guadalajara, en donde no sólo extrañaba a mi novia y amigos, sino a mi mismo país, y la vida que llevaba en él, enfrentándome al horror vacui de un suburbio silencioso en el que reinaba un silencio sin pájaros y los vecinos levantaban sus propios feudos tras murallas y garages de proporciones espartanas. Recuerdo haber visto la película y tener que poner pausa cada tanto para desanudarme la garganta. Recuerdo ver los créditos finales y tener la necesidad imperiosa de llamar a mi novia, sólo para darme cuenta, viendo en mi reloj con hora de Montevideo, que allá eran las cuatro de la mañana. Fue ahí que me bajé por las escaleras y me quedé sentado tomando una latita de Coca-Cola, en la inmensidad oscura de la cocina, imaginándome a María lejana, durmiendo en un mundo ajeno a esa noche sin grillos, ese mundo sin tumbas de luciérnagas.

Wednesday, February 06, 2008

Sábados largos

(Big Black/Flaming Lips?, Chicos eléctricos, Bohren under club of gore, Jim Collins, Swell Maps, Glaxo Babies, Sumo y algunos otros desvaríos)

Theirs is to win
If it kills them
They're just humans
With wives and children
Flaming Lips- Race for the prize

I think I fucked your girlfriend once
Maybe twice, I don't remember
Then I fucked all your
friend's girlfriends
Now they hate you
Big Black- Bad Penny


Capaz que por estudiar psicología, siempre que me levanto (a no ser que esté llegando tarde a algún lado), tengo el disciplinado hábito de quedarme unos minutos tratando de recordar lo que soñé, para escribirlo en mi computadora. El resultado de eso son treinta y pico de carillas de descripciones de sueños que los guardo como una caja negra de algo que me pasó y posiblemente olvidé en la tarde. No hace mucho llegué a la conclusión de que si uno no recuerda el contenido de sus sueños, no tiene forma de cotejarlos con su mundo de vigilia, y por lo tanto, de no hacerse esta oposición, uno realmente estaría viviendo en dos mundos simultáneos. La reconstrucción de los sueños tiene algo de las construcciones de las naciones en el hecho de que uno suele llenar los vacíos con mitos y artificialidades que convienen a la historia –esto, por supuesto, hecho de forma inconsciente en el acto de recordar-, y más si uno suele escribir, sucumbiendo a la tendencia de adornar los sueños con algunas cosas que pueden cambiarlos.
Hay varios formatos oníricos que resultan muy sugerentes, pero uno de mis favoritos son los sueños vinculados a la música. Hace unos años tuve un sueño similar al que relata phibrizoq en este post, sólo que en vez de referirse a Chan Marshall, yo me encontraba en Tres Cruces con Fiona Apple y nos tomábamos un COT hacia su casa de La Floresta (sic), donde nos poníamos a ver Réquiem por un imperio, actuada por Harvey Keitel. Este sábado, cuando me desperté en la casa de María, con el brazo dormido (resultado evidente y esperable de dormir dos personas en una cama de una plaza), me encontré ciertamente agitado, pero no como esos despertares traumáticos post pesadillas, sino más bien como si hubiera estado corriendo, o algo parecido. Luego de estar unos minutos sentado al borde de la cama, me viene el sueño a la memoria. Estaba en BJ hablando con Alejandro (uno de los coordinadores del boliche y cantante de Vértebras, que tiene un formato físico de Rey Pirata) y el tipo me recriminaba que la gente que había traído mi banda era muy rara, y que estaba espantándole a unos turistas europeos que estaban comiendo ahí –sí, supuestamente el boliche también era un restaurante. Efectivamente, el público era una colección de góticos que estaban al borde del bondage, y cuando los veía me hacían una ligera reverencia con su maquillada cabeza. Hay un espacio en blanco que no recuerdo bien lo que pasa, pero luego de un ligero cambio de historia, yo estoy cantando y tocando la guitarra, en una banda cuyos integrantes sencillamente no recuerdo o desconozco. En el sueño mismo me percato que toco bien –algo que está muy lejos de ocurrir en el mundo real-, como si fuese una habilidad aprendida en otra vida. Termina una canción, y les digo al maquillado público que vamos a hacer un cover. La canción empieza, y ahora la reconozco como Race for the prize, una canción que irradia una bondad impoluta, en un disco de los Flaming Lips que parece un parque de diversiones en miniatura, que saca lo más paloma de uno, pero sin avergonzarlo, un mundo que no sería muy diferente a aquel alternativo que se presenta en el videoclip de los Chemical Brothers, The Golden Path (justo con la participación de los F.L.). Es un tema que a más de uno le podrá parecer no apto para diabéticos, pero para mí es como la encarnación de esos bellas utopías que uno creía cuando era chico. El estado de bienestar era tremendo, incluso al recordar el momento desde el borde de la cama, mi clásico revoltijo estomacal de la mañana se suplanta con un sentimiento de serena placidez. Pero esto sería un sueño más, sino fuera que después de un puente instrumental de golpe y porrazo la banda y yo nos pusiéramos a tocar Bad Penny, de Big Black. Debe ser la primera vez en la historia del material virtual o escrito se menciona a Flaming Lips y a Big Black en una misma línea. Es decir, intento encontrar un caso más extraño, pero realmente esas dos bandas juntas son un auténtico oxímoron. Quizás lo que las vincula son su misma oposición. La única cosa en común es que son dos discos que he estado escuchando bastante últimamente: el The Soft Bulletin y Songs about fucking.
El disco de Albini y cía es lo más perverso que se puede haber escuchado. Perverso en el verdadero sentido de la palabra, es decir, desde términos propiamente psicoanalíticos, ese disco sólo lo puede haber escrito un tipo de estructura perversa. Albini dice todo, y lo dice sin compasión alguna, como esa parte hablada de Bad Penny que yo recito en el sueño mientras todos los góticos se agitan espantando a turistas blancos como la leche: I think I fucked your girlfriend once/Maybe twice, I don't remember/Then I fucked all your/friend's girlfriends/Now they hate you. Es una estrofa jodida, dentro de una canción jodida y un disco aún más jodido. Este tema siempre me pareció (ya se que es anterior, pero lo escuché después) una versión radicalizada y supurante de lo que es Liar, de Henry Rollins. Esas canciones que destilan veneno y autoproclaman al mismo cantante como la mayor escoria que pueda existir en la tierra. En lo que triunfan ambos temas, pero de una manera aún más jodida en el caso de Albini, es en lo hondo que golpea aquello al ser hablado en primera persona, dejando afuera como por decantación todo residuo de culpa. Es maldad en carne viva, sin destilar, la droga nunca antes imaginada que mata en el primer pico directo a la vena. Todo en el disco de Big Black suena enfermo como un tejido ulcerado, desde el amor thanático de My precious thing, a la dimensión más maliciosa todopoderosa del sexo femenino en Pavement Saw.
Pero el sueño sigue, y entonces, luego de terminar aquel macabro medley, la canción vuelve al tema de los Flaming Lips y termina de la armoniosa forma en que había empezado. La manera en que el tema de Big Black aparece suelto en una canción como un tumor en un cuerpo sano, hace ver todo aún más oscuro, como esas cicatrices en los cuerpos de los personajes de Crash. Pero la gente aplaude y ya no queda un solo europeo entre el público.

Yo quería hacer
un tema que hable del ayer
no es hoy
porque hoy mi mundo se rompió
Chicos Eléctricos- Tolerancia zero


Un sábado despierto a las nueve de la mañana pierde mucho de sábado. Quien está acostumbrado a despertarse a eso de la una, al andar caminando tan temprano por las calles de Montevideo uno siente que el día va a hacérsele demasiado largo. Cuando camino por Pocitos tan temprano o tan tarde –es decir, en los momentos donde la mayoría duerme- me gusta caminar silenciosamente, tratar de que mis pasos sean cada vez más sordos, como los de los ninjas que veía en la televisión cuando era chico. Piso casi de puntillas, me gusta caminar por el medio de la calle, cada vez más silencioso. Es un sentimiento de bienestar que podría definirlo como el placer de ir desapareciendo, volverse invisible hasta ser un espectro en la ciudad y dejar de existir. Es ahí cuando en la esquina misma de Tomás Diago y Solano Antuña me cruzo con un ex profesor mío que admiraba bastante, y con cuya hija salí y terminé portándome muy mal hace más de tres años. Lo saludo con un ligero gesto de cabeza, pero el señor me saluda por mi nombre y con muy buena onda me pregunta en que anduve todo este tiempo. Medio incómodo, le hablo por arriba sobre la facultad, sobre mi último libro y alguna que otra cosa de mi familia, preguntándome si el tipo sabrá sobre el desenlace de mi relación con su hija, si lo sabe y me perdonó, o si lo sabe y todo aquello es un buen trato tan macabro como el medley de Bad Penny en Race for the price. Me despido del tipo en buenos términos, diciéndome que un día de estos compra mi libro. Agitándome su mano, mientras baja a la rambla, me pide, ya a media cuadra, que le grite dónde puedo comprarlo.
Estaba yendo a mi casa, pero entonces se me ocurre dar la vuelta y pegarme una pasada por la feria (sé que si llego a mi casa, probablemente lo único que haga es ver cómo el sol va ascendiendo desde el este hasta el cenit, mientras busco información inútil en la wikipedia). La feria de Villa Biarritz es, pongámosle, una cagada, un lugar en donde hay una continuidad de puestos que venden las mismas poleras y calzas para mujer, las mismas imitaciones de ropa Mormaii para los hombres, los mismos mates y cuadritos de Torres García para los turistas. Lo único rescatable de la feria son dos puestos que también se encuentran en la feria de Tristán Narvaja, infinitamente superior en oferta a la que me dirigía. El paseo por la feria tiene como único objetivo esos dos puestos: Mezzanina y Helter Skelter Records, aka el puesto de Ernesto, gran arqueólogo de vinilos al que le llegué a encontrar discos de bandas garageras tremendamente desconocidas, uno de Lydia Lunch que casi compraba en un enfermizo impulso fetichista, uno de Boys next door, y el Kick out the jams, sin salir del forro, que todavía no vendió y que, para los interesados, está por 800 pesos (como treinta y seis dólares). Últimamente no hay mucha suerte en el local de Ernesto, me cuenta con ciertos tintes místicos que está por venir de Estados Unidos un primo suyo con un material increíble que prefiere no anticipármelo. Cuando vende en Tristán Narvaja es gracioso el hecho de que siempre acude la misma gente, todos con un enfoque algo nerd y algo yonqui, un barbudo que toca en Vellocets y es fanático del Rockabilly, un madrileño que es exactamente igual a David Lynch, sólo que sin las canas, y entre otros cuantos, yo, que le hago escuchar a Ernesto por mi IPod las nuevas cosas que me he bajado. Pero hoy no tiene nada, y entonces voy a ver qué hay en Mezzanina, un lugar que no suele tener cosas muy fuera de lo común, pero que cada tanto depara sorpresas (ahí una vez conseguí dos discos de Can). Hablo un poco con el pelado, reviso los discos, y el mismo material de siempre: Aerosmith, Pink Floyd, Yes, Iron Maiden, Nirvana, Soundgarden. Me topo con el Americana, de Offspring y lo reviso por un momento. Tiene el pequeño rayón de lapicera en el borde inferior: sí, es mi disco, el disco que decidí canjeárselo por otro cuando tenía diecisiete años. Recién ahora me vengo a dar cuenta de que hace cinco años que el tipo lo tiene y aquello me genera una extraña sensación. Dios sabe que hoy en día hay pocas cosas que me interesen menos que Offspring, pero mi fetichismo con ciertos objetos suele desembocar en una relación bastante íntima con ellos, y aquello se siente como encontrarse con un viejo amigo luego de cinco años y ver que está en cualquiera, sabiendo que si uno lo hubiera apoyado quizás hubiera agarrado por un mejor camino. Cinco años de haber pasado por los dedos de miles de personas, sigue ahí, junto a muchos otros discos despreciados por sus antiguos propietarios, en esa batea que es como un orfanato de plástico y papel.
Buscando más discos, justo detrás de uno de Green Day, me encuentro epifánicamente con What would the community think, de Cat Power, y cuando grito “Pará!”, todos los posibles compradores me miran, junto al pelado que no entiende mi reacción. Desembolso y decido abonar inmediatamente el disco, sorprendido de mi suerte, no sólo por el hecho de encontrar el disco, sino también por tener la suficiente plata encima. Siguiendo en mi racha, encuentro el Juguete subterráneo de Chicos Elécticos, y decido comprarlo, un poco porque me gusta, un poco por el precio absurdo (200 pesos -menos de diez dólares), y otro poco por el valor histórico de dicho material. A diferencia de la mayoría de la gente, a mí me gusta el Juguete Subterráneo. Es verdad, no tiene el vuelo de Psychosound, pero es un disco atorrante, tan atorrante como era la banda en sí, tan atorrante como el tema trece, en donde se repite inexplicablemente todo el disco. Más tarde Ezequiel me disipará las dudas, explicándome el por qué de dicha redundancia. Aparentemente el disco demoraba veintidós minutos, y a la disquera Koala le parecía demasiado poco. La banda dijo que iban a ver qué hacían, y le devolvieron a la compañía una nueva copia de nada menos que cuarenta y cinco minutos. Los tipos de Koala naturalmente no escucharon el disco, y contentos con ver el número 45:09 en su reproductor, decidieron lanzarlo. Uno si pone el disco, llega hasta el tema doce, y en el trece empieza todo de nuevo, todo de corrido en una sola pista. Este detalle creo que habla de sobra acerca de lo que eran Chicos Elécticos, una de las bandas más salvajes y apaleadas (casi en sentido literal) de aquel extraño inframundo en que se convirtió el rock uruguayo de los noventa. Pero los placeres que brinda el disco no terminan ahí, voy a mi casa y después de escuchar el de Cat Power, pongo el disco, me empiezo a fijar en el librito –muuuy fulero, de por cierto, aunque quizás esa era la idea- y detrás del plástico transparente del porta cd, encuentro suelto, el siguiente papel:


Aparentemente venía la entrada gratis con el disco. Una entrada que nadie aprovechó. Trato de aventurarme en aquel cuatro de diciembre, posiblemente en el año 1998, un día antes de mi cumpleaños, donde hacía un cumplebaile que sería radicalmente opuesto a aquellas noches de distorsión taladrante en los terrenos del buen alemán Thomas, posiblemente uno de los tipos más unánimemente queridos y respetados de los que he oído hablar en mi vida. Pienso qué hubiera sido mi vida si hubiera usado esa entrada, y realmente importa poco si aquello es una falsa pista dejada por el antiguo propietario del material o los mismos dueños del puesto, lo pongo lentamente en la estantería, lo veo desde mi cama y me siento estar frente a un resto arqueológico de gigantesco valor.

Now you can't come and play
in my garden
i have to close the gate
for fear you might hurt me
or worse, I'd hurt myself
Jim Collins-Scorpio in Mars



Luego de dos escuchadas al disco de la señorita Chan Marshall y uno al de Barcia y cía, sé que tengo que ponerme a estudiar. No voy a ser el primero ni el último de quejarme por estudiar en verano. Cuando estaba en liceo consideraba el estudiar con música algo muy ligado a la falta de rendimiento, de a poco cayendo ante el influjo de la canción e inevitablemente tocando una batería imaginaria con mi lapicera. Sin embargo, con el tiempo la necesidad de llenar el vacío con música se fue haciendo más imperante, y así me fu acostumbrando a estudiar al principio con bandas más o menos suaves, hasta llegar a leer aburridísimo material de Psicología Genética con Hablan por la Espalda taladrando los oídos. Incluso, puedo perfectamente comer o dormir con cualquier tipo de música, algo que para la mayoría de la gente resulta impensable.
Aún así, en estos días el estudiar me ha resultado una labor escabrosa, un poco porque estoy tratando de leer algunos seminarios de Lacan (algo que resulta bastante denso incluso para ciertos profesores), y otro poco debido a que al pasar verano en Montevideo y no en Atlántida, me siento un poco fuera de ambiente. Por esta misma razón, mi concentración está bastante más enclenque que de costumbre, por lo que tengo que limitar el rango de músicos que escucho mientras estudio.
Luego de probar varios, me doy cuenta que lo único con que me puedo desempeñar más o menos bien es con música no cantada, especialmente el jazz (todo se ve mejor y más sofisticado si está acompañado por una serena cortina de jazz).
Para no quemar los pocos discos del género que tengo en mi casa, decido bajarme algo de música ambient. Me bajo algunos de Brian Eno, y uno de Authecture, que recomendaban en elbailemoderno. Supuestamente, el ambient no se puede medir con la misma vara con que se mide el resto de la música, es una escucha que se parece más a la de la atención flotante del psicoanálisis que la de una anamnesis que intentanta encontrar la verdad detrás de una estrofa o un enunciado. Por este mismo punto, el tema del ambient parece un género hecho a medida para el estudio. A pesar de mi buen ánimo y mis ganas de darle una chance al género, no tardé en darme cuenta de que el ambient me embola profundamente y tal embole termina resultando más contraproducente para el estudio que un disco de los Bad Brains.
Sin embargo, una semana después, en un día de muy poca creatividad, busco entre algunos discos uno que me prestó Gustavo Antuña y que no le había dado bola. Me resultó extraño que a pesar de su macabro nombre, Bohren und der Club of Gore, Gustavo me dijera que era “música tranqui, pero muy buena”. Luego de tenerlo unos meses archivado lo escucho. Se siente algo parecido a un cello invadir mi cuarto y me pongo a escuchar un saxo que avanza lento pero poderoso como la lava. Uno espera el estallido, pero nunca llega. Es un jazz oscuro, denso y profundo como zambullirse y nadar en un mar de brea. Es de día, pero siento como si de golpe la luna eclipsara al sol, y estuviese en una profunda penumbra, suplantándose el calor por una brisa fresca y marítima con olor a humo de tabaco y whisky. Al principio pienso que esa música es un paisaje cinemático para cualquier film noir que se haya hecho. De esto no hay duda alguna: el saxo reptante, los silencios, las escobillas de batería, el piano sereno e intuitivo, mi cuarto parece perder color y volverse a blanco y negro, y prácticamente se siente inminente la llegada de una femme fatal con una boa de plumas sobre el cuello en el umbral de mi puerta. Pero luego descubro algo más. El nombre de la banda no es utilizado en vano: se siente como la música de film noir, pero es aún más oscuro, con otra textura. Es ahí que el nobre de David Lynch salta a escena, y me doy cuenta de que es inconcebible que ninguna de aquellas canciones se haya incluido en Twin Peaks, como cuando aparecía en escena la bellísima Audrey Horne (una especie de femme fatal teen y virginal), en Lost Highway, en el oscuro y ascéptico apartamento de Bill Pullman, o incluso en el megaclip del estadounidense que es Industrial Symphony n.1. Sobre todo en este último material, las similitudes entre la banda alemana y la música de Angelo Badalamenti se hace más que notoria. A medida que voy escuchando el disco, siento que mis movimientos se vuelven lentos, cargados de sospecha, como si toda la habitación estuviera llena de piolines y palanganas con las que tropezar, como la habitación de Oliveira en el capítulo 56 de Rayuela. Recurro al wikipedismo y trato de sacar información de la banda, y se ve algo que es sorprendente, pero que es entendible en el producto sonoro mismo: la banda tiene un pasado entremezclado con el Doom Metal. Efectivamente, hay algo en la oscuridad de las atmósferas y armonías, así también como el ritmo lento, que no pueden suponer otra cosa que aquello, incluso el término doomjazz me parece tremendamente atractivo para definir al estilo de la banda. El disco termina y la luna vuelve a ocultarse detrás del horizonte, el sol quema mis piernas.

Extrañamente, al día siguiente mismo me bajo un disco al azar en Mutant Sounds -página fetiche de la que bajamos semanalmente varios discos brunomilan y yo- y me encuentro con un tal Jim Collins, del que NADIE sabe NADA, ni siquiera el mismo tipo encargado de la página, que es como el oráculo de Delfos en lo que se refiere a discos ignotos (el disco se lo pueden bajar acá). Es un disco del 2000, y la tapa promete algo oscuro y a la vez campestre. La música justifica la tapa, es un folk oscurísimo, que parece haber sido grabado en el fondo de un aljibe ubicado en el jardín de una casa tapeada de alguno de esos pueblos fantasmas que bordean las interestatales de Estados Unidos. Es tan oscuro y tenebroso como esa cosa inasible que te roza la pierna en un arroyo, se escucha la voz del tipo, monocorde, en una especie de psych folk donde algunas guitarras con fuzz y wah wahs entran y salen como el trino de unos pájaros que surcan el cielo, lejano, muy lejano, porque uno sólo los puede ver desde el fondo del aljibe, en ese agujero celeste del que se filtran unas pocas gotas de luz. Me imagino caminar una noche por un bosque intocado del balneario Biarritz, escuchando la voz y la guitarra de Jim Collins en mis audífonos como un mensaje del más allá. Prometo hacerlo algún día, pero de vivir esa experiencia, no sé si viviré para contarla.

Silver moon is always writing
Like the waves write on the sea
Silver moon is always laughing
When she should really cry
Silver moon is like a window
Like adoor into the sky!
Sumo- Mula Plateada


Es de noche, y a la computadora le tuve que dar un descanso. Tres días y medio sin apagarla, me la imagino sudorosa y cansina, como esos caballos que arrastran carritos en el pleno verano. Elegir un disco para dormirme es todo un evento. Es más, el hecho de acostarme a dormir es un evento. En estos últimos años no me acuesto a dormir, generalmente me quedo dormido. Es así que me he despertado de todas las maneras posibles, sentado en una silla giratoria; sobre la laptop, con el word con un ñññññññññññññññññññ de quince páginas; o con la mitad del cuerpo en una silla, y la otra en la cama, abriendo los ojos y encontrándome con la aterradora imagen de Santolalla, en una portada de una Rolling Stone mustia que usé como almohada.
La elección del disco está relacionada con un pasado post de Dagnasty, que me introdujo a una banda post punk llamada Glaxo Babies. Últimamente venía de una buena racha Post Punk, escuchando a varios discos de la escena de Bristol, entr ellos el deslumbrante Y de The Pop group, por otro lado This Heat, con ese disco genial que es Deceit, adelantado a todo y grabado, nada más y nada menos que en un ex frigorífico, y uno de Swell Maps, una banda genial, que tiene la particularidad de convertir su tosquedad interpretativa en el mismo recurso de experimentaciones sónicas y paisajes sonoros. O sea, uno escucha a Sonic Youth y, más allá del tema de las afinaciones alternativas, uno sabe que Moore y Ranaldo son buenos guitarristas. En el caso de los Swell Maps, Nikki Sudden y co, crean su música e interludios en una especie de proto-post-punk en el que prevalece la desfachatez y guerrillero espíritu amateurista de la escena del primer punk, pero haciendo collages sonoros que muchas bandas harían recién unos años después, tomando la posta del kraut y otros géneros. Mientras la desafinación en Sonic Youth es un recurso, en Swell Maps es un modo de vida.
Pero volviendo a los Glaxo Babies (el nombre de la banda proviene de unas macabras mutaciones que sufrieron algunos bebés británicos luego de que sus madres consumieran un medicamento llamado Glaxo durante su embarazo), siendo una banda ya de por sí muy buena, una de las cosas más interesantes, tal como lo dice Dagnasty, es el paralelismo con una banda mucho más conocida y cercana de una época poco posterior: Sumo. En su fotolog, pone el ejemplo de la canción Flesh en contraposición a Cinco magníficos, pero yo encuentro un parecido sobre todo con Mejor no hablar de ciertas cosas, sobre todo la linea de bajo al comienzo de la canción y la entrada de un saxofón que es realmente un calco al de de los británicos. De cortesía, les dejo los dos temas para que comparen por sí mismos.

boomp3.com
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Si les interesa bajarse entero y con mejor calidad de sonido el disco de los Glaxo Babies, acá les dejo el link de descarga, via tastes like rock and roll.
No sería la primera vez que Sumo mete mano en otro material, ya desde el mismo nombre del disco Divididos por la felicidad, hasta algunas letras, de la que recuerdo este post de Benito en fuckyoutiger. Esta escucha me llevó a una revisión del material de Sumo, y muy diferente al ánimo carnicero que me había movido en un primer momento, inusitadamente se generó una nueva apreciación de la banda. Sumo era de esas bandas de las que prefería el mito a la historia verdadera. Una vez un amigo, en referencia a Cadáveres Ilustres, me dijo que esa banda tenía que localizar todas las copias de su discografía y quemarlas para vivir de su mito. De Cadáveres Ilustres no escuché nada, por lo que me abstengo de opinar, pero rescato el comentario, porque es muy parecido a lo que opinaba de Sumo. Luca Prodán es un personaje apasionante, con una historia de vida mucho más apasionante de la que me imaginaba (pinta muy bueno el babilónico documental de Rodrigo Espina ), pero en cierto punto, siempre le achaqué de que él, junto a Los Redonditos de Ricota, contiene el gérmen de muchas de las cosas que odio del rock argentino y uruguayo de estos días. El rock de remeras es muy difícil imaginárselo sin Luca y el indio Solari, y esto es razón suficiente para poner alguna que otra objeción a la imagen mítica de los dos pelados, sin importar cuánto nos haga cagar de la risa el Pity en algún suplemento de TN noticias. Pero diferente a todo lo que suele referirse a Sumo, hice lazo con la banda por la música, algo a lo que no le prestaba atención desde hace mucho tiempo.
Me compré el Sumo: Obras Cumbres en un verano en Punta del Este, un verano bastante sufrido porque sería uno de los primeros en que pasaría lejos de aquella mujer que en aquel entonces se estaba convirtiendo en mi novia. Todos los temas, en especial Mula Plateada y No acabes me recuerdan a la melancolía mía en un barcito reventado (el único, entre todos boliches de mucho presupuesto) hecho de requeches que quedaba al borde del arroyo de la Barra. El dueño del bar era un veterano que había curtido mucho de los ochentas, y ponía más que nada temas de Tosh, Marley y los temas más reggae de Prodán y cía. Recuerdo recostarme en una hamaca paraguaya, con una kaipiroska, sintiéndome hermosamente desdichado mientras escuchaba You'd better get up brother, up brother,/Up brother yeah! /Don't you go too far! , mientras miraba cómo en la otra orilla del arroyo se armaban hecatombes binacionales, en un baño de botellas rotas, tierra y camisetas polos manchadas de sangre (admito que quizás exagero). Pero volviendo a Sumo en sí, se puede considerar a Prodán más que un gran Marcopolo en términos de géneros introducidos a la Argentina. La estrecha relación que había entre el punk y el reggae (un hecho del que la mayoría de la historia oficial del rock suele pasar por alto), así también como el protagonismo del bajo en el movimiento post-punk, suele ser de las cosas que se le suelen adjudicar a Luca como principal introductor. De hecho, podría considerarse a Sumo como la primera banda de reggae, y quizás post punk de argentina. Pero más allá de eso- que después de todo, no es otra cosa más que etiquetas-, Sumo tiene un plus frente a muchas bandas de la época que lo hacen trascender de un mero hecho generacional. Temas como Mula Plateada están a años luz de cualquier cosa que haya hecho el reggae del río de la plata, con un contenido psicodélico del que quizás los verdaderos exponentes sean Spinetta, Manal, entre otros que ya venían haciendo de las mejores letras de la zona, pero que dentro del género sacan a relucir una cara del dado que la mayoría de las bandas pedorras del reggae o ska olvidaron, o fueron sencillamente incapaces de hacer salir a luz, prefiriendo optar por mensajes de paz o amor o versos deslumbrantes como “Cuidado con la cana que va’ pré’”. Incluso, Mañana en el abasto, más allá de su sencillez lírica, tiene unas imágenes y paisajes sonoros que inexplicablemente se vuelven omnipresentes en toda caminata mañanera post fiesta por cualquier ciudad que aún no se ha despertado, cuando se ven salir a los porteros con sus mangueras descoronando el día. Y también, el solo de la guitarra asquerosamente distorsionada de Mejor no hablar de ciertas cosas tiene una esencia pérfida, tan jodida, que encastra como pocos solos que he escuchado en la historia del rock rioplatense (quizás sólo después de cualquiera de los temas Días de blues). Y la lista sigue, con la canción no tanto por lo bueno como por lo necesario que resultó ser La rubia tarada, hasta Cállate Mark, que a base de fuzz, flangers y reverbs atronadores a mi parecer es de las cosas más góticas que he escuchado por estas latitudes. Por ahí uno dice que todo eso ya fue inventado, pero si nos ponemos así, la tenemos complicada para el rock de este hemisferio.
Pero el verdadero cambio de opinión llegó cuando antes de dormirme puse “No más nada”, un tema un tanto ninguneado por salir en esa recopilación post mortem que es Fiebre. Es un tema muy austero, un sonido que acusa evidentemente un b-side de lo que podría ser un tema, pero en esa misma estética despojada se concentra la belleza del tema, así como no me podría imaginar Game of pricks, o cualquier tema de GBV en un super proceso de producción. La guitarra, una batería que parece haber sido grabada en un submarino, la voz lenta y confesional de Luca, no sé si es la noche, el sueño, la cama abierta, o la noche que se cuela por la ventana y se hecha a dormir en el piso, pero aquel tema parece hacer encastrar todas las piezas de un sábado, muy, pero muy largo. Y duermo escuchando don't know when it's time to change/It comes the change right now/I can feel it vibrating through the ground/Baby, here by me, baby, baby/Climb out off the sea/You're a wet fish/Wet fish come/Wet fish go/Wet fish come/And wet fish go, pensando que alguna vez tendría que haber tocado ese tema a alguna persona desconocida, en una noche como esta.
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