Tuesday, December 29, 2009

Agustín y el jazz
La primera vez que supe del jazz ocurrió en las duchas del Biguá, cuando tenía apenas seis años.
En aquellos tiempos las duchas del Biguá eran un terreno inexplorado; inconcientemente, sin tener ideas fijas sobre psicoanálisis ni nada que se le pareciera, sentía aquello como un lugar
lleno de intensidades, donde habitaba algún tipo de amenaza primigenia, como si fuera una cueva que tuviera más de Cthulu que de Altamira. Aquello era un lugar salvaje, en el cual yo parecía un antropólogo sobreviviente de un accidente aéreo o un naufragio, mientras todos los niños se desenvolvían con una tranquilidad aborigen que no dejaba de sorprenderme. La desnudez fue algo que siempre me incomodó desde edad temprana, y ver todos aquellos niños desnudos, con sus brazos sueltos, sin toallas, meando contra la canaleta por el cambio de térmico que generaba la ducha humeante en sus cuerpos, persiguiéndose, tirándose champú, con sus pies descalzos sobre la superficie ranurada del suelo, a punto de patinarse, a punte de encarnársele una uña, a
punto de quemarse con el agua caliente que dejaban abierta como si fueran un geiser invertido, me parecía algo que limitaba entre el miedo y el asco. Y también estaban los viejos, los niños judíos cuyo pene no entendía, los funcionarios que chequeaban como un celador de una cárcel subterránea que todos nos ducháramos a su debido tiempo. Algo así como un torturador benévolo, sólo que no sabía ponerle palabras. Lo único que pensaba eran en unas imágenes de Saltoncito, un sapo que lo metían en cana, unos sapos gordos dibujados en carbonilla que agitaban su llavero medieval en forma de aro con particular malicia. Lo impactante de Saltoncito era que, más allá de la historia, el retrato del animal estaba muy parcialmente antropomorfizado. Era un sapo erecto. Nada más. Un sapo erecto con ropa, pero su cara era efectivamente eso: un sapo, dos ojos negros de sapo, una boca de sapo, piel de sapo, la lengua pronta para salir como la de cualquier sapo a punto de atrapar una mosca. Casi parecía que fueran sapos diseccionados y vestidos, con esa extraña sensación de vida adornando la muerte (o muerte adornando la vida), esa bijouterie mortuoria de las fotos de los rituales de la muerte niña en México. Así veía a los
funcionarios: sapos vestidos de azul marino, con un Mario, un Raúl escritos en mayúsculas sobre el corazón. Yo me las ingeniaba para ducharme con short de baño, generalmente limitándome a colocar la cabeza debajo del chorro.Pero el terror no terminaba ahí, empinada, húmeda y atestada estaba la escalera que conducía a las piscinas. Ahí sucedía de todo, chicos que se golpeaban, que se daban chicotazos con la toalla, un niño que una vez se calló y se le abrió, como una media de red enganchada, un trozo de piel del tobillo. Los niños se apisonaban contra pared como madres en la sección de buzos de niños en las ferias americanas y en el momento en que aparecía el profesor y daba la orden, todos se abalanzaban hacia afuera.Era muy extraño el Biguá. En mi colegio era un niño hiperactivo, que le gustaba jugar a la mancha-escondida, leer, inventar cuentos, que coleccionaba Basuritas y que no tenía ningún problema para hacerse amigos. En el Biguá, desde que entraba al vestuario, nunca llegaba a sentirme cómodo. Pero era una incomodidad que no provenía de un miedo a los otros, sino de un miedo a mí mismo. Estaba a punto de cagarlos a palos, y no sabía por qué. Fue en el Biguá donde le saque mi primer y único diente de un piñazo a una persona (diente-e-leche, no sigo explicando porque este post se va a parecer a la conocida canción del Sabalero). Fue en el Biguá también donde manché de sangre un casillero al darle una piña en la nariz a un niño dos años mayor que decía que mi padre era un bichicome (a esos seis años fue el momento en donde mi padre me aleccionó que debo pegar, sólo y sólo si me pegan primero). Y fue también en el Biguá en donde a mis diecisiete años humillé a golpes a un tipo en medio de una estúpida pelea de Basketball (dos años más tarde me enteré de su muerte un accidente solo concebido por Darío Argento, aunque después descubrí que el que lo había sufrido había sido su hermano).Ya en la superficie, por más cloro que hubiera en el ambiente, la piscina partía del mismo asco y miedo de las duchas. Era casi como si lo que pasaba en las duchas fuese un arroyo que desembocaba en el mismo río. De hecho, nunca me gustó nadar en la piscina. Incluso ahora. Es algo que me lo reprocha un montón de gente, pero aún siendo socio vitalicio de ese club, nunca me atrajo meterme en ese pequeño lago de cloro para hacer unas piletas. Cuando hacía crawl abría los ojos debajo del agua y pensaba que mi sombra proyectada sobre el fondo era un pequeño tiburón que se mimetizaba con todos mis movimientos. Sabía que aquello era absurdo, pero igual persistía aquella noción. De hecho, mentiría si dijera que no hay restos de ese miedo originario cada vez que nado solo en una piscina (sobre todo en las grandes). Precisamente, una de las pocas cosas que me gustaba hacer (también, una de las pocas en las que era realmente bueno) era zambullirme en clavado y tocar el fondo de la piscina. Podía estar mucho tiempo debajo y en competencias entre amigos era el primero en encontrar llaves, piedras, o pulseras arrojadas por nosotros mismos. Creo que ese gusto venía en el enfrentamiento con mi propio terror, descubrir que en el fondo no había nada más que mi sombra.
También hay una imagen recurrente que por alguna razón se ha repetido en varios encuentros con mi psicólogo. El resto de mis compañeros cubo y yo escuchando las observaciones e instrucciones del profesor. Luego de escucharla, todos yendo corriendo a agarrar nuestras tablitas azules, una apelmazada arriba de la otra como si fuesen muchos pisos de una torta de novios a punto de colapsar. Ahí recuerdo haber sacado una tabla y encontrar un mosquito aplastado entre dos de ellas. La imagen del mosquito me generó una especie de extraña arcada que sigue atragantada hasta ahora en mi garganta. ¿Qué significaba, qué producía esa imagen del mosquito?Pero fue en las catacumbas vaporosas de las duchas donde me di por primera vez con el jazz. Mi padre me iba a acompañar al solarium del Biguá. El solarium era un mundo
completamente diferente, y la idea de ir ahí con mi padre –probablemente me encontraría ahí con mis primas, pero ahora no me acuerdo- me resultaba tremendamente agradable. Fue mientras que me bañaba que vi un desodorante que salía de su necessaire. Era una cápsula blanca, pequeña, con los bordes redondeados. En su parte delantera tenía escrito Jazz con letras negras. La J era una especie de clave de sol. Las dos zetas eran sugerentes, como dos patitos mirando hacia la izquierda, más dinámicas que las letras que se escapan de la boca de los personajes de dibujitos animados mientras duermen. El olor del desodorante roll on era algo diferente de todo lo que hubiera olido antes. Olía fresco, como a mar pero sin esa esencia pútrida a pescados muertos. Olía algo así como “The Beach” (para los que ven Seinfeld, la idea de perfume que Calvin Klein le roba a Kramer). En el dorso decía estaban escritas un montón de cosas que no entendía. "Pour homme", cosas así. Lo único que pude comprender de todo eso fue un “Made in France”, que era como el Made in China omnipresente en todos los muñecos que conocía, por lo que suponía que estaba hecho en otro país, posiblemente en Francia. Mi padre me lo confirmó, y puede ser que también aquella experiencia haya sido la primera vez que conocí a Francia. El país ya lo conocía, pero era la primera vez que, como leyendo una botella con un mensaje adentro, sabía algo que me importaba de aquel país. Porque aquel desodorante fue algo así como un talismán, algo que permitía por primera vez sostener una estructura que parecía tragar a todo. Era algo así como una cápsula, una linterna blanca que alumbraba el interior de la caverna. Muchos pensarán que todo esto que digo es un completo divague –y en algún punto
posiblemente tengan razón- pero, vaya uno a saber por qué, aquel trozo de plástico fue algo inexplicablemente crucial en mi vida. Casi ipso facto me hice fanático de Francia, una
Francia que todavía no tenía a sus Oliveiras y Magas caminando por París, a sus Deleuzes, Foucalts y Lacans dando clases en universidades y en la calle, a sus Debords planeando secuestrar a Chaplin, a Brels demostrando hasta donde llega el límite de lo posible en una performance, a Montmartres empinados, a los mafiosos envueltos en sobretodo en Rififi, a Zidanes dejando en ridículo a un cuadro entero de brasileros, a Godards filmando a Sebergs, pidiéndole que hagan las cosas que le gusta.El otro día andaba escribiendo esto y releyendo el increíble diario de filmación de Fitzcarraldo escrito por Werner Herzog (un material de lectura que, me atrevo a decir, es mejor que la misma película), me sorprendo al encontrar entre mi anécdota y un relato de infancia del director un curioso isomorfismo:“Me acuerdo de haber experimentado de chico en Sachrang un estremecimiento parecido cuando encontré en l arroyo cerca de la cascada un pedazo deshilachado de plástico azul luminoso que había llegado flotando y que había quedado atrapado entre las ramas de un arbusto. Nunca había visto algo así hasta entonces, y me lo guardé en secreto durante semanas, lo desgusté, encontré que era levemente elástico, lleno de sorpresas. Recién semanas más tarde, cuando ya me había obsesionado con eso hasta el hartazgo, lo mostré (…) ¿De dónde venía entonces? ¿Había sido arrastrado por el vinto de las montañas? No lo sabía, pero le di un nombre, ya no sé cuál. Lo que sí sé es que sonaba muy bien y era muy secreto, y muchas veces desde entonces me rompí la cabeza preguntándome por ese nombre, esa palabra. Daría mucho por saberlo, pero ya no lo sé, tampoco tengo ya el suave pedazo de plástico lavado, y no tener ninguna de las dos cosas me hace hoy más pobre de lo que era de chico”.
Esa palabra, justamente en mi caso, la sigo conociendo:
Es Jazz.


Miento. La primera vez que me enfrenté al jazz no fue a mis cinco años, sino a los tres, quizás a los dos, pero todavía no sabía leer ni tenía una idea muy particular de lo que era la música, mucho menos tal género.El asunto de los mayores, más bien, el asunto de los seres humanos me traía sin mucho cuidado. Todo lo que era, lo que significaba el amor, la muerte, la venganza, la riqueza, la pobreza, la belleza, la fealdad, el triunfo y la derrota lo aprendí, en primera instancia, por medio de una serie de dibujitos llamados Silly Symphonies. Creadas por Walt Disney en 1929, las Silly Symphonies eran un producto de su época, dibujitos cortos fascinados por las facultades que ofrecía el Techincolor y el audio, el movimiento y las transformaciones, en un mundo mágico donde la imagen se sometía al sonido. De hecho, los cortos de Silly Symphonies te demostraban que todo tenía un sonido, o más bien que todo era musical, no sólo un baile, o un desfile, sino un porrazo, un guiño, un olvido, una idea. Cada costilla del cuerpo sonaba como una nota distinta, todo el mundo estaba pentagramado, y cada movimiento, cada acción, sentimiento o acontecer se dibujaba y reproducía sobre aquel lienzo. En una perfecta sinestesia, un cerdito se caía y al impactar en el suelo con el culo emergía un corto sonido de tuba. Si un diablo se enojaba se escuchaba un violonchelo siendo raspado con un arco hiperactivo hasta el límite de sus cuerdas. Y cuando alguien se enamoraba, al mundo se infiltraban miles violines. A ver si me explico, la particularidad de Silly Symphonies era que esos violines no eran una mera orquestación de una escena, sino la expresión viviente de ese mundo, tal como si fuera una secreción, o uno de los ruidos que emite un cuerpo vivo. Sentimiento, efecto y sonido coinciden en el mismo corte de absisas y ordenadas. Las Silly Symphonies no fueron sólo el sitio donde Walt Disney comenzó a ensayar su imperio, sino también una sala de laboratorios donde el caricaturista y sus compañeros encontraron un terreno donde poder plasmar de manera más libre y caprichosa todas sus ideas. Mientras que el estreno de Blanca Nieves marcaba la llegada del largometraje, y con él, un nuevo enfoque de la anatomía y movimientos del dibujito hacia un acto mimético con la realidad, en las Silly Symphonies gobernaba esa pulsión al menos estéticamente transgresora de no juzgar a sus personajes y sus historias por su parecido a lo cotidiano, sino por los interjuegos maquínicos que podían realizar, su completa inmanencia de movimientos y transformaciones. Silly Symphonies es el antiguo testamento (con su violencia, sus venganzas, sus monstruos, sus trampas); lo que vino después, el nuevo testamento (personajes más coherentes, guiados por principios, un guión interno coherente y plausible, un Dios entero y perfecto que gobierna desde el mas allá con amor, no con venganza). El mayor exponente de esta declaración de principios no proviene propiamente de Disney, sino de Paramount, con Betty Boop, un dibujito que, antes de convertirse en un ícono trendy omnipresente en un montón de carteritas de liceales, era un personaje completamente transgresor, con una sensualidad vigente, pero más que nada, perteneciente a un mundo psicodélico avant la lettre. Los automóviles caminaban con sus ruedas, se estiraban, los personajes tomaban a sus piernas por arcos de flecha, estornudaban y largaban mocos que se convertían en minúsculos constructores. Una ontogénesis sonámbula y constante. Disney, siendo un hombre más políticamente correcto de lo que le hubiera convenido –quizás al menos en términos artísticos- nunca llegó a tal nivel –quizás ni siquiera al de los primeros dibujos de la Warner- pero su punto de mayor cercanía (y posiblemente más estilizado que todos los otros) lo logró por medio de las Silly Symphonies. No es sorpresa que el Pato Donald (personaje harto más interesante que Mickey Mouse, ese personaje que progresivamente fue perdiendo toda su personalidad, hasta volverse el eunuco moralista y tibiamente simpático que es hoy) apareciera por primera vez ahí, como un vago que fingía enfermedad para no cuidar a unos patitos en The Wise little Hen.
La primer película que vi en mi vida –o, por lo menos, la que mis padres y yo recordamos- fue, precisamente, Flowers and trees, film al que yo había bautizado como El árbol malo. La historia es la de dos árboles que se aman, que en medio de la primavera se regalan flores –las cuales se ofrecen con todo gusto, haciendo patente esa lógica espiritualista o panteísta-, pero cuyo amor es interrumpido por los celos de un árbol seco y podrido. La imagen del árbol realmente daba miedo, su cabeza estaba coronada por ramas puntiagudas, de su boca árida y negra salía una lengua que era una especie de salamandra moribunda. El árbol rapta a la mujer árbol
(extrañamente, recuerdo que dicha escena me generaba una extraña excitación), pero es derrotado por su fiel enamorado. Sin embargo, el mal todavía no está vencido, y el árbol decide prender fuego al bosque. Las llamas se extienden e invaden el terreno (son precisamente eso, invasores, legionarios antropomorfizados que comienzan a atacar por varios flancos). Las
margaritas actúan como regaderas, los pájaros cargan agua en sus nidos cuales helicópteros bomberos, pero nada sirve. Es así que en un determinado momento, las aves se unen, suben bien alto y se lanzan en picada haciéndole un agujero a las nubes. La lluvia se desata y el fuego comienza a ser asesinado, llama por llama. El mismo árbol malo sucumbe ante las mismas llamas de su odio. Lo que se encuentra de él es un despojo. Ahora es simplemente un tronco en cenizas, un árbol muerto. Todo registro humano que podía vérsele casi a desaparecido. Casi por así decirlo, se convierte en la única cosa inanimada que aparece en todo el corto. El árbol bueno
corteja a su amada y le propone casamiento. Todo el bosque, renacido entre sus cenizas celebra el desposamiento. Esa última parte poco me importaba, yo sólo quería repetir, una y otra vez, ad infinitum, la parte en que el árbol se consumía por el fuego. Como una advertencia que me asustaba y fascinaba.


Pero la música de Flowers and trees es netamente clásica. Es en Music Land donde aparecería el jazz, no como banda de sonido, sino como tema, incluso como personaje. Luego de haber vuelto a ver casi obsesivamente todos los dibujitos de Flowers and trees, puedo afirmar que Music Land es el corto mejor logrado de las Silly Symphonies (aun sin haber recibido ninguna
estatuilla de la Academia, a diferencia de otras seis películas de la serie). El cortometraje trata sobre dos reinos, la tierra de la música clásica y la isla de jazz, dos islas enfrentadas y separadas por el mar de la discordia. Los habitantes de estos mundos son instrumentos, y todo lo que dicen lo realizan por sus propios sonidos (uno de los grandes méritos de Wilfred Jacskon –director del film- es realmente convertir a aquel sonido en un verdadero lenguaje, por momentos llegándonos a olvidar que no están pronunciando palabra alguna). La cuestión es que el príncipe de la Isla del jazz -un saxofón alto- se enamora de la princesa de la Tierra de la Sinfonía, una violín custodiada por su madre violoncello. A hurtadillas concertan un encuentro en tierra de la princesa, pero el saxofón es descubierto por la madre y capturado en una cárcel-metrónomo. En la cárcel, el saxofón escribe una carta/partitura a su padre, y se la envía por paloma mensajera. Cuando el padre se entera de la noticia se da a lugar una de las mejores escenas jamás resumidas en
dibujitos: una batalla entre los dos mundos, con saxos, clarinetes y flautas disparando notas desde la isla de jazz, y con la tierra de la sinfonía descargando La marcha de las Valkirias, como si fuera una escuadra nazi lanzando todo su arsenal de misiles sobre Londres. Pero el saxofón al ver que su violín amada, tras agitar una bandera blanca se hunde en su barco, se escapa de la prisión e intenta ir a su socorro, terminando naufragando. Los dos jerarcas de los respectivos reinos acuden a la ayuda de sus hijos y ahí, enfrentándose, terminan por descubrirse y
enamorarse. La película termina con una fiesta celebrada en un puente que une los dos mundos, sonando la novena sinfonía de Beethoven reversionada con algunos arreglos de jazz estilo Dixie Land.Music Land dice muchísimas cosas más sobre el jazz que muchos libros o
documentales especializados en el género. Primero, señala la histórica división entre jazz y música clásica, o para ser más concretos, música negra y música blanca-occidental. No dos estilos, sino dos paradigmas, dos formas de ser y sentir. No sólo señala esta oposición, sino que marca lo que inevitablemente terminaría por suceder no mucho tiempo después: los acoplamientos novedosos entre los dos mundos, algo que se fue dando, no sólo en la incorporación al jazz de instrumentos como el cuerno francés, o el mismo violín, sino en una misma forma de componer y pensar la música. Precisamente, a partir de los treinta, los músicos salvajes, insubordinados, más guiados por el arco reflejo del swing que por la planificación cerebral, comienzan a componer y a incorporar elementos de la música clásica. Precisamente
este matrimonio (tal como sucede en el corto), se puede ver en músicos como Charles Mingus, que tenían arreglos tendientes a grados cada vez más elevados de abstracción, aún conservando el swing. Precisamente, quien oficia de cura en el matrimonio entre el saxofón alto y tenor y la violoncelo y la violín, es, precisamente, un contrabajo, el único instrumento amplia e inicialmente compartido por los dos géneros.Posiblemente uno de los detalles más perfectos de la película es la cárcel-metrónomo en donde se intenta confinar al saxofón. El jazz se ha caracterizado, no por ser una música plenamente individual (más allá de la alternante cantidad de solos, la comunicación entre los músicos a modo de jam siempre termina siendo fundamental), pero sí por el papel que tiene en su inmanencia, en su capacidad autopoiética y constantemente productiva, lejos de fines o trascendencia. En la música clásica, más allá de la complejidad y riesgo de la composición –cada vez apuntando a mayores grados de abstracción- lo individual siempre se encajona en la cárcel de cinco barrotes del pentagrama. Casi por así decirlo, es el más cristiano de todos los géneros
musicales, con la pluma de un maestro que termina siendo la mano de Dios. En el jazz, por el contrario, los comienzos y fines están pautados por el swing, por la producción e intercambio de flujos entre sus integrantes. La canción puede durar minutos, horas, años, y podrá seguir así, salteándose codas, hasta que los dedos de los músicos se pulvericen, hasta que los pulmones de los sopladores secompriman hasta convertirse en una pasa de uva. En Lo liso y lo estriado, Deleuze y Guattari escriben: “volviendo a la oposición simple, lo estriado es lo que entrecruza fijos y variables, lo que ordena y hace que sucedan cosas distintas, lo que organiza las líneas melódicas horizontales y los planos armónicos verticales. Lo liso es la variación continua, es el desarrollo continuo de la forma, es la fusión de la armonía y de la melodía en beneficio de una liberación de valores propiamente rítmicos, el puro trazado de una diagonal a través de la vertical y la horizontal”.
Es algo que llama la atención el hecho de que justamente haya sido en instrumentos tan limitados y estratificados como los aerófonos (la mayoría de ellos no pueden combinar notas, sólo pueden encadenarlas, formar armonías, no pueden formar acordes, y las mismas son limitadas al número de permutaciones que ofrece el objeto –a diferencia de instrumentos sin trastes como el violín o el cello, donde al no haber trastes el rango expresivo es muchísimo mayor) donde se haya encontrado la vía regia (¿via crucis?) para escapar a la mano invisible del orden.
Pero la respuesta no sólo se encuentra en la música, sino en sus ejecutores. El saxofón alto termina escapándose de la cárcel, tal como lo hicieron muchísimos músicos (aun cuando en aquel escape estuviese su vida en juego). Creo que lo fundamental de Music Land no es el hecho de la música en sí, sino la representación que Estados Unidos y el mundo tenían del jazz. Hoy en día cuesta imaginarse cómo esa música de La isla del jazz que nos resulta tan simpática podía ser considerada por algunos algo escandaloso, una aberración, un atentado a las buenas costumbres, el fin de la civilización. Antes de que Elvis convirtiera a su pelvis en una máquina de guerra, antes de que la gente se escandalizara por los cerquillos de los Beatles, antes incluso que Jerry Lee Lewis se parara sobre un piano en llamas –literalmente hablando- reformulando los antiguos mandamientos de lo que se podía o no podía hacer en un escenario, había un montón de negros tocando en húmedos cabarets, picándose y creando la música del Apocalipsis, una música que curiosamente hoy se utilizaría como cortina musical de una comedia liviana de Woody Allen. Porque la isla del jazz es todo menos un reino, es un burdel sonámbulo donde nunca se para de bailar, donde mujeres-ukulele se ofrecen a ser tocadas por su magnánimo, un Sodoma y Gomorra en versión PG (no le podíamos pedir tanto al pobre Walt). Desde que me interesó el jazz, siempre me habían seducido las crudas biografías de algunos de sus intérpretes, como la corta vida de Charlie Parker (convertido ingenuamente en adicto a la marihuana por Julio Cortázar en El perseguidor –al parecer el gigante barbudo estaba poco informado sobre el uso y efectos de ciertas drogas), o el periplo heroinómano de John Coltrane (adicción suplantada por la religión, algo así como el cambio de una sustancia por otra). Sin embargo, conforme fui escuchando más jazz, comencé a darme cuenta de lo realmente grave que era el asunto. A Parker y Coltrane se agrega una lista interminable de muertos tempranos que haría sonrojar a los más mórbidos fetichistas del grunge. Muertos como Wardell Gray (encontrado con el cuello roto en el medio del desierto de Nevada, asesinato que nunca pudo ser resuelto); muertos como Bessie Smith (que tras un accidente automovilístico no pudo encontrar a tiempo un hospital que admitieran negros, muriéndose desangrada en el trayecto); muertos como Eric Dolphy (el brillante flautista y clarinetista de Coltrane murió por una mala praxis medica, al desplomarse en escenario y creer los tratantes que, por ser jazzero -y negro-, debía haberse pasado de droga, dejándolo sin tratamiento, cuando en realidad había tenido un coma diabético); o muertos como el ya por entonces desdentado Chet Baker (que había perdido unas cuantas teclas en varias peleas con dealers), que fue arrojado desde la ventana de su apartamento de hotel en un crimen tampoco develado; o muertos Albert Ayler, quien desapareció por veinte días, siendo encontrado flotando en el East River, dejándonos a sus treinta y cuatro años de brillantez el misterio de qué habría pasado con una de las trompetas más caóticas y enigmáticas que dio la música; o Lester Young, que aún haciendo música, pasó sus últimos días catatónicamente mirando un rincón de su cuarto; o James Reese Europe, muerto en 1919 por una puñalada de un propio integrante de banda; o Lee Morgan, asesinado en pleno show (para que los fans de Pantera vean que no están solos) por un disparo efectuado a manosde una novia despechada.

Uno intenta, pero no puede. La idea de concebir a la música como algo en sí, autojustificado y libre de las condiciones de subjetividad que lo producen es casi imposible. Cómo ciertas canciones hacían revolcar y franelearse a un montón de negros (y blancas flappers metidas a escondidas en clubes vedados para mujeres de su raza), medir la marcas de agua que quedó desde aquello al booty sweat de alguna boriqua agitando sus nalgas sobre la carpa de algún rapero con dientes de platino, me hace pensar en qué podrá ir más allá en el futuro, qué podrá ser más salvaje o erótico. The shape of the excess to come. Posiblemente la respuesta serán canciones y bailes cada vez más redundantes en cuanto a lo sexual (futuros estribillos de raperos, o una mutación imprevisible del género con otro cantando un estribillo como “I love to fuck yo’ cunt with my dick”) o temas violentos que dejarán de ser tales para ser suplantados por ondas de baja frecuencia que generan cefaleas o aneurismas instantáneas. Música que en un futuro hará de Napalm Death algo de lo más natural y desapercibido en la intro de una película de un futuro Woodie Allen, música que se comenzará a parecer cada vez más al ideal cientificista Hitchcockiano: emociones generadas por sus artífices de formas cada vez más directas, desembocando en la utilización de sustancias y electrodos a modo de generar específicos efectos en la mente.
Pero a no engañarnos, toda esta búsqueda de extremos ya está trazada en el mismo jazz. Si hay algo que duele reconocer es que el jazz y la música clásica siempre han estado diez, quince años por delante del rock, el pop, o los demás géneros contemporáneos. Hay que saber que antes de The Velvet Underground estaba Ornette Coleman, que antes de NEU! estaba Stockhausen, que antes de los Electric Eels ya estaba Peter Brötzmann, que antes de cualquier banda progresiva ya habían circulado un montón de músicos como Stravinsky, etc. etc. etc.
Sí, pero antes de los Boredoms y el jazz más atonal también estaba Luigi Rusolo, y antes también estaba Busoni, y antes estaba fucking Thomas Edison, es decir, preocuparse de fechas es, razonablemente, algo más propio de un estadista oligofrénico de ESPN que de alguien que realmente intenta llegar a algo cuando piensa sobre música (aunque ese algo empiece y termine estrictamente en uno mismo). Incluso, separar al jazz del rock es algo bastante artificial, considerando la forma en que ellos provienen de un tronco común del blues y la forma en que se influyen y solapan.
Sin embargo, hay algo que puedo decir –algo completamente personal- y es que el jazz es posiblemente el género donde he encontrado emociones más fuertes en mi vida. Con Coleman Hawkins tenés baladas en las que el amor y lo venéreo se funden bajo una misma llama; tenés discos como Machinegun, del freejazzero teutón Peter Brötzman, en donde –valga la redundancia del título- uno sólo puede escuchar esa metralla disonante de vientos y percusiones como si fuese un soldado escapándose de una balacera tras una barricada. Uno escucha esos temas de jazz funcionales orientados a cibercafés y oficinistas (temas que están destinados a ser un murmullo, sub-escuchados, como esas canciones de Pimpinella en sinthes repetida en forma de mantra en algunos supermercados) y puede percibir la tristeza de un puñal convertido en pisapapeles. Un saxofón en esas situaciones debe sentir lo mismo. Su condición y comportamiento de saxofón está parcialmente escrita en su estructura, en el brillo de sus llaves, en la boquilla, en la oscuridad dorada y cavernosa del pabellón. El metal clama a gritos expedir violencia, o amor, o gemidos, o meramente ruido, pero no ese murmullo, esa canción sugar free, para empresario atareado, para madre stressada, que sale de los parlantes.
Esta idea del jazz como mejor catalizador de mis emociones es extraño porque las canciones de jazz no suelen generar un efecto tan indeleble como el pop, así como tampoco tiene un rango de popularidad en la actualidad que permita volverlo algo perfectamente compartible con el resto de los seres humanos (y el valor colectivo de la música es fundamental, incluso a la hora de las más cerradas autobiografías; todo aspecto biográfico es colectivo, y gran parte de la vida es “esa canción que estaban pasando cuando nosotros…”).
El ambiente de fanáticos de jazz es muy cerrado, y ciertamente yo tampoco voy a ser tan caradura como para sacarme chapa ahí. De hecho, el jazz no es una música que escuche tan seguido. Mi fascinación por el jazz es como la que uno siente frente a esas minas que se encuentra de vez en cuando, en las que siempre parece que se acaba de redescubrir el mundo en el instante de toparse con ella, pero que se las olvida tan paulatina como desafectadamente en los días siguientes. Posiblemente sea por ello que mi biblioteca jazzística se remita a diez o quince días de mi vida (cada uno de ellos muy separado del otro) en donde tras un paroxismo compulsivo me bajaba de Internet todo lo que encontraba, como los argentinos que saquearon aquel supermercado de coreanos en el 2001.

Desde mi primer contacto con aquel objeto blanco venido de otro mundo, siempre supe que había algo mágico alrededor de esa palabra. Con el tiempo la conocí en su sentido habitual, fuera de aquel marco puramente subjetivo. Sabía que era un género de música, pero siempre me colocaba a distancia, con un respeto similar al de saber que uno todavía no está preparado para determinada experiencia. La bandera a cuadros agitada desde la torre fue, nada más ni nada menos que Rayuela. Por aquel entonces era de aquellas personas que se creían un cronopio sin saber ni siquiera que significaba esa palabra. Lo único que sabía era que Cortázar tenía razón: por lo que decía, pero sobre todo por la forma apasionada en que decía. Sobre todo aquel capítulo 17: “(…) una nube sin fronteras, un espía del aire y del agua, una forma arquetípica, algo de antes, de abajo, que reconcilia mexicanos con noruegos y rusos y españoles, los reincorpora al oscuro fuego central olvidado, torpe y mal y precariamente los devuelve a un origen traicionado, les señala que quizás había otros caminos y que el que tomaron no era el único y no era el mejor, o que quizás había otros caminos y que el que tomaron era el mejor, pero que quizás había otros caminos dulces de caminar y que no los tomaron, o los tomaron a medias, y que un hombre es siempre más que un hombre y siempre menos que un hombre, más que un hombre porque encierra eso que el jazz alude y soslaya y hasta anticipa, y menos que un hombre porque de esa libertad ha hecho un juego estético o moral, un tablero de ajedrez donde se reserva ser el alfil o el caballo, una definición de libertad que se enseña en las escuelas, precisamente en las escuelas donde jamás se ha enseñado y jamás se enseñará el primer compás de un ragtime y la primera frase de un blues, etcétera, etcétera.”
A partir de ahí comencé a bajar uno por uno todos los músicos de jazz que aparecían desperdigados por aquella edición negra y compacta de Cátedra Letras Hispánicas, con el respeto de un judío releyendo el Torah, o como un gótico industrial guiándose por la lista de Nurse with wound. Más allá de lo que dice, más allá del disputable conocimiento de Cortázar sobre el jazz, más allá de Cortázar mismo en cuanto escritor, el rendez-vous estaba pautado desde antes, porque la única manera que podía reencontrarme con el jazz no era otro lugar que en París, el París de Berthé Trepat, el París frío, lluvioso, el París de la canadiense de Oliveira subida hasta el cuello, el Made in París que no sólo señalaba una manufactura, sino un origen, un lugar al que volver, re-volver, encontrarse o perderse.

El jazz puede entenderse como el drama fáustico, parricida, caníbal, del hombre enfrentándose a la forma. Es una tenelovela entera de personas intentando confrontar sus sentimientos con la forma, la forma con sus sentimientos, los sentimientos contra los sentimientos, la forma con la forma. Los jazzeros –los grandes jazzeros- tienen esa cuota por doble partida entre Sísifo e Icaro. El fin de la obra nunca se define, es un mero trampantojo, y una vez que uno llega a la cima se da cuenta de que es solo otro pico de una interminable cadena montañosa. Se ata la roca gigantesca a los brazos, a las mandíbulas, y sigue arrastrándola cuesta arriba. O si llega, si vuela hacia el sol, se le queman las alas antes de que pueda tocarlo. Entre todos estos mitos, ninguna historia funciona mejor como la de John Coltrane.
No me voy a poner a juntar citas biográficas, más o menos todo el que tenga algo de idea del jazz, sabe que estamos hablando de uno de los grandes popes. No voy a hablar sobre A love supreme, o My favourite things (uno de mis cinco temas favoritos de todos los tiempos). Tampoco voy a hablar de la heroína, ni de ese panteísmo, esa fe ciega que bañaba toda su obra.
De lo único que voy a hablar es de Naima, una canción originalmente publicada en Giant Steps (su primer gran trabajo, del cual vendrían muchísimos más).
Naima posiblemente sea una de las más bellas baladas de Coltrane. En el año de su composición (1960), Trane estaba todavía lejos (en madurez artística, no en años), de lo que serían las travesías freejazzeras de las que se convertiría uno de los más importantes embajadores del género (a partir de 1965, año que con Ascension parte las aguas de la música de su época). Naima es una bella canción que fue re inventada un montón de veces por muchísimos artistas. Decir esto sobre el jazz es algo ciertamente redundante, porque en el jazz toda autoría está en la ejecución, más que en su composición. Hay un lenguaje común, un palimpsesto donde cada músico escribe sobre lo ya escrito, toma, presta, se apropia y deja, uniéndose a una cadena de interpretaciones y reinterpretaciones que nunca termina de cerrarse. Si todo es plagio, todo es perpetuamente nuevo. Es en esta misma lógica que Naima nunca va a ser la misma Naima, por más que sea interpretada por el mismo músico (de ahí la frugalidad de discos de jazz en vivo: uno siempre está frente a un nuevo repertorio).
Una de las grandes particularidades de este fenómeno es comparar los dos discos grabados en el Village Vanguard por Coltrane. El primer Live at the village vanguard de Trane data de 1961. Por aquel entonces, el tenor se había cambiado al sello Impulse, compañía que le permitía un montón de libertades de las que no gozaba con Atlantic. Esos son los años de la incorporación de Eric Dolphy (genial clarinetista y flautista, uno de esos músicos consumidos tempranamente por su propio fuego) y el Africa/Brass (marcando los inicios del interés de Trane hacia la cultura africana e hindú). Aún así, como venía diciendo más arriba, todavía no iba a llegar a los delirios freejazzeros de los que sería partícipe. Sin embargo, los años pasan y para 1966 (un año antes de su muerte), el tipo está plenamente embarcado en esos demenciales viajes, en ese tornado domeñado que es el free. Ya tiene cambiado su staff. El único que queda de su formación es Jerry Garrison. Todos los demás son fletados. Elvin Jones por Rashied Alí y McCoy Tyner –uno de los tipos con más swing de la historia- por Alice Coltrane (esposa del jefe). Dolphy ya se había muerto e incorpora al saxo tenor a Pharoah Sanders, el pibe estrella, una de las mayores promesas del jazz de aquel momento.
Ese año Coltrane se presenta nuevamente en el Village Vanguard, resultando aquella tertulia en el quizás aún más famoso que el anterior Live at the Village Vanguard Again!. En aquel disco sólo figuran tres canciones, o más bien dos: Naima (de quince minutos) y My favourite things (de veinte minutos); (el tema que queda entre estas dos piezas es un solo de bajo de Garrison que oficia de intro para el título que cierra el disco).
Cuando uno escucha los dos temas no puede dejar de comparar las dos versiones de Naima, las dos Naimas. Las dos Naimas no son una misma canción, ni siquiera dos versiones de una misma canción. Son tan recíprocas, tan iguales y a la vez diferentes como dos hermanas. Un amigo me comentó hace un tiempo que un día se encontró con la hermana de quien una ex novia suya. No podía explicar bien lo que le sucedía, pero le sorprendía, con un estupor cercano al miedo, las similitudes que habían, no en lo físico, sino en cuanto a gestos, palabras, articulaciones, cambios de mirada, pequeños movimientos que compartían las dos hermanas. El miedo iba más allá de la similitud, incluso más allá de la posibilidad –y las ganas en tanto posibilidad- de cogerse a esa ex cuñada. No, iba por otro lado. Luego de conversarlo largo rato, el tipo me dijo que lo que le daba miedo era la similitud que había entre ellas, el miedo a confundirlas. Después de pensarlo un poco, le pregunté si el miedo no era en realidad, el hecho de descubrir que en realidad no eran una misma persona.
Precisamente, las similitudes, más que aunar, terminan señalando un patrón, pero con el los encajes, las costuras en donde empieza una cosa y termina otra. Es por eso que Naima 61’ y Naima 66’ son en sí, dos personas, dos hermanas diferentes, con los mismos padres, pero con distinto fenotipo, distinta crianza, distinto futuro, distintas promesas.
Pero lo fundamentalmente intrigante de las dos Naimas no se encuentra en ellas, sino en su padre. Precisamente, entre sus dos hijas –como un drama familiar shakespieriano- cae un secreto, un reproche, una maldición, una insondable tristeza. Esa tristeza que justamente vuelve la discusión al terreno de la forma y el contenido. Naima 61’ sigue conservando la dulce y lenta cadencia de la de Giant Steps. Es una hermana hermosa pero tímida, con ese silencio de tejedora, de ojos empañados, de uñas esmaltadas comidas. La Naima 66’ sigue teniendo eso, pero todo lo bello emerge sólo por momentos en una tormenta de fuerzas, es la condensación de un movimiento centrífugo entre la búsqueda orgásmica de un todo más allá de las partes. Naima 66’es esa hermana descarriada que sólo da sentido a su existencia para mostrar y hacer sonrojar a la hermana, revelando los caminos que podría haber tomado, que querría tomar, pero que por alguna razón terminó dejando, u olvidando, o sencillamente no viendo. Naima 66’ es la hermana menor que llega al límite para poder marcarlo, desmontarlo y explicarlo, que se tatúa los mensajes de lo descubierto, de lo padecido en su propio cuerpo. Porque en la balada de Naima 66’ se pasa del amor al sexo, del sexo al amor, los ritmos se sincopean como el corazón de un preso en el estrado, Rashied Alí golpea parkinsonianamente los platillos y el redoblante, Pharoah Sanders aparece como una intensidad pura, no estratificada, haciendo sonar su saxofón como una mula sacrificada.
Pero en esa canción, por más irreconocible que esté, se notan los rastros de carmín, el maquillaje un poco corrido del primer tema, y tal como dice Joachim Berendt, en versiones como esas “se nota que a Coltrane le agradan y que hubiera preferido seguir tocándolas como las había captado inicialmente, si sólo hubiera podido expresar de esa manera lo que le quedaba cerca del corazón. Si John Coltrane hubiese visto la posibilidad de alcanzar con los medios convencionales el grado de calor extático que él llevaba en mente, hubiera seguido hasta el fin de sus días en forma tonal”.
Quien oye las líneas solemnes sermonales y vibrantes de Naima comprende que ese músico guarda luto por la tonalidad. Sabía cuanto perdía con ella. Y con gusto hubiera regresado a ella si en esos diez años no hubiera tropezado una y otra vez con los límites de la tonalidad convencional.
Naima se puede leer de muchísimas más maneras. Es, a su manera, el recuerdo de una ex esposa (Juanita Naima Grubbs, mina en la que se inspiró Coltrane–tal como lo indica el título- a la hora de componer el tema) recodificado y derruido por él mismo en cofradía de su nueva pareja –Alice Coltrane, que toca el piano en ese concierto (demostrando lo verdadero y lo mítico en la forma que una pareja siempre se construye sobre los cimientos de todas las personas que pasaron antes -tal como dice Leonard Cohen, en "Hey that's not a way to say goodbye": yes, many loved before us, I know that we are not new,in city and in forest they smiled like me and you. Pero a la vez es otro drama mucho más interesante, que es el miedo del maestro frente su alumno, el terror, y a la vez fascinación de Trane por ser superado por el más joven Pharoah Sanders. Coltrane había contratado al pibe estrella a modo de lograr esos momentos extáticos que a él le costaba llegar. Lo que se ve en Live at the Village Vanguard Again! es precisamente un Pharoah Sanders logrando llegar sin dificultad a los grados de intensidad y violencia que Coltrane solo llegaba a rozar por aquel entonces. Lo que se presencia en el disco es casi un western, un duelo entre dos músicos que se apreciaban, que se respetaban, que incluso se amaban, pero en un pueblo demasiado chico para los dos –al menos en un substrato inconsciente.
Por un lado tenés la destreza, la maestría de Trane; por otro la agilidad, la fuerza e intensidad de Pharoah Sanders. Es la estructura, la misma contienda que se abre y resuelve en el genial, apoteótico final de Mal día para pescar (Alvaro Brechner, 2009). En ese duelo Coltrane se fue debilitando, logrando superar a su discípulo en cada contienda, pero gastando todos sus cartuchos cada vez más rápido. Precisamente su temprana muerte puede adjudicársele a eso, un hombre que, enfrentándose concierto a concierto frente a los límites de sí mismo, comienza a trepidar, hasta consumirse en su propio juego. Como las pruebas de hombría de Rebelde sin causa (en donde los contendientes avanzaban a todo motor hasta el borde de un precipicio, viendo quién era más macho, veredicto que se determinaba por quién frenaba último), quien se acercara más a fondo a sus límites terminaría cayendo al vacío, o más bien, quemándose con el sol. Naima 66’ es ese viento sur que enloquece, la supernova a segundos de volverse enana negra, la Salomé que terminó mandando a decapitar a su mismo creador.
Por 1966 Coltrane fallecía de un problema hepático a los cuarenta años. Algunos dicen que en su ataúd, su pecho encajonado por piel y costillas seguía vibrando, como una caja de resonancia perdida en algún territorio irreconocible.

Desde el 12 de diciembre (fecha en que festejé mi cumpleaños), sin quedarme nada puntual más que hacer, Montevideo se ha convertido en un ensayo de ciudad, un simulacro. Los autos siguen atravesando18 de julio, veo a la persona con maletines, veo algunos pendejos corriendo corbata al aire con sonrisas de haber aprobado un examen, pero algo me dice que todo eso es un decorado, que es una puesta en escena. Eze el otro día me había refrescado la memoria sobre un detalle tolkieniano, en el que, según el calendario inventado por el escritor, entre un año y otro hay diez, quince días que no se cuentan, y en los que, sencillamente, todo el mundo se dedica a festejar. Es decir, son días que, en sentido riguroso, no existen. Inevitablemente me pongo a pensar que en su visión de las fiestas –así como ciertos subtextos gay entre Frodo y Sam que Tolkien se encargaba de meter velos pacatos a cada rato- hay muchas cosas que aquel intachable señorito inglés fanático de los árboles y parques intentaba manejar con cautela. Es decir, cualquier comunidad que desee eliminar del mapa diez días en los que se arma una especie de carnaval, posiblemente intente ocultar algunas facetas bizarras, o al menos ligeramente vergonzosas de lo que pasó ahí. En pocas palabras, hablando mal y pronto, partuzas dignas de von Stroheim (o el Mono Mario, para los que no simpatizan con el lascivo director alemán).
Sin embargo, en ese 14 de diciembre que iba caminando por Canelones, me acababa de dar cuenta que entre navidad (incluso antes) y año nuevo, Montevideo es más o menos así. Uno sale a la calle y parecería que nadie vive realmente en los edificios. Montevideo es casi propiedad de uno, algo que le pertenece y de lo que puede hacer uso o desuso como disponga.
Aún así, con este sentimiento bastante omnipotente, estaba enojado. El día por alguna razón no había ido bien, me tuvieron de cande como dos horas por unos trámites al pedo, y me acababa de dar cuenta de que me habían hecho el orto con las entradas de unos shows a los que planeaba asistir. Al mismo tiempo, algunos problemas físicos que me ocurren cuando arrecia el calor habían comenzado a joderme nuevamente, y yo lo único que podía pensar era que me habían cagado con las entradas. Unos días después me daría cuenta de que estaba quemado por otro asunto, solo que en ese momento todavía no me había percatado de ello.
Iba a lo de Polly y me daba cuenta de que el malhumor del día era injusto para ella y para mí. El I-Pod andaba bien, pero los temas no ayudaban. Escuchar a Boris en medio de la calle Canelones dan más bien ganas de matar a todo el mundo en un acceso de tipo Amok. A modo de intentar ahorrar batería, suelo desactivar la luz del I-pod. Para las diez de la noche de aquel entonces, ya no se podía ver nada más que una pantallita, un espejito en donde sólo se veía reflejado mi ceño fruncido. Si uno rompe un espejo, este le dira mil verdades, una por cada añico. En vez de hacer eso, pasé la yema del dedo gordo sobre la superficie lisa y guiado por un movimiento circular digno de un marinero borracho sobre timón, elegí un tema al azar. En el momento de escuchar los contrabajos ya reconocía el tema: Love is everywhere, de Pharoah Sanders. Aquello parecía un guiño del más allá.
Mucha gente le tiene algo de rechazo a Pharoah Sanders. Las razones son variadas, y algunas de ellas son válidas, pero gran parte de la crítica circula frente a cierto terrajismo en cuanto a imaginería que el músico –y muchísimos más- tuvieron en su momento. Ese exagerado misticismo, ese orientalismo Wal Mart, lleno de halos de energía, águilas prendidas fuego y Enraha’s. Basta con ver la tapa del disco Karma (disco que sin embargo contiene uno de los mejores comienzos de la historia) para saber de qué estoy hablando. Sin embargo, y más allá de esta noción algo empaquetada de lo místico genera un poco de sospecha -la levedad del discurso de estos negros que hacían un zapping teosófico que saltaba de Jesús a Jah, de Jah a Buda, de Buda a Mahoma-, está, no tanto en lo que dice, sino en la convicción de lo que dice el verdadero bolígrafo de verdades de todo músico. Y en las canciones de Pharoah Sanders, esta espiritualidad, por la forma intensa e hímnica con que la comunica, no sólo permite a uno comprenderla, sino que se intoxica por ella–en el buen sentido de la palabra del mismo-.
Estoy llegando a Rio Negro y escucho aquellos coros repitiendo una y otra vez lo mismo. "Love is everywhere, Love is everywhere, Love is in us all" Pharoah logra algo extraño, que es que incluso en temas totalmente abrasivos y difíciles de digerir auditivamente (cabe señalar que en Love in us all –disco que contiene Love is everywhere- también está To John, un tema completamente free y al borde del colapso), siempre llega a otra dimensión en donde todo, por más caótico que parezca, acaricia un sentido, una especie de sabiduría o paz en la que uno se baña. El dolor no es dolor, es pasión que conduce a otro estado. Esto en muchos de sus trabajos, desde “The creador has a master plan” a la mayoría de los temas de “Village of the Pharoahs”. Pienso en la clásica cháchara lennoniana, de libertad, amor y paz en términos abstractos y siempre parece algo divagante, incluso irresponsable y pelotudo (es decir "qué paz?, qué libertad?, qué amor?). Sin embargo, en Love is everywhere aquello no parece tan descabellado. Pensando esto ya me encuentro en la puerta del edificio.
Polly me dejó las llaves. Es un llavero rarísimo, como si fuera una versión entre Afro y Ray Bradbury de un rosario (por supuesto, no obedece a ninguna figura religiosa, aquello es simplemente un llavero). Abro la puerta y sigo escuchando el saxo soprano de Sanders haciendo un relajado solo que toma la línea de los contrabajos, delicadamente planeando sobre los bellísimos arreglos de piano de Joe Bonner.
Toco la puerta y Polly me abre. Esta con los lentes puestos y su ropa-de-haberse-pasado-todo-el-dia-estudiando. Polly sonríe y dice algo, pero la música la tapa. No me quiero sacar los audífonos aún, pero la veo y, por primera vez en el día, sonrío. Pienso que en otra circunstancia aquellas voces que repiten Love is everywhere me resultarían ridículas. Sin embargo, a lo mejor no me molesta porque le creo a Pharoah. O quizás porque, sin saberlo, estoy empezando a creer sencillamente en eso.

Discografía consultada: