Los peces del deshielo: Festival de cine (en casa)
Todo empezó por una mujer. En realidad, posiblemente venga de mucho más atrás, cuando la película solía ser el manotazo de ahogado de todo baldío de programación del canal cuatro en Matineé de los domingos. Los niños suelen ser un disco rayado en sus gustos y debo haber visto el film como cinco veces. De aquellos tiempos ya han pasado más de diez años. De cierto modo, decidí mantener aquel material como una bella postal de mi niñez, sin animarme a verla de nuevo por miedo a romper el tótem tallado por años de idealizaciones. Sin embargo, algo particular de la sintomatología de estos días al pedo es el carácter particularmente regresivo, que me lleva a volver a antiguas obsesiones. Fue entonces llamé a El fino y DEG para ver esa película que nos marcó como una yerra en nuestra niñez.
Debía tener diez o doce años cuando vi por primera vez ¿Quién engañó a Roger Rabbit?. La película ya de por sí era muy estimulante para un niño, logrando como ninguna otra de su especie ese sincretismo entre dibujitos con actores de carne y hueso, pero más allá del mismo conejo Roger, la actuación muy acertada de Bob Hoskins, o todo el cardumen de personajes y referencias a la infierno pop del mundo animado, hubo una escena que se me instaló como candirú en mi cuerpo. En el primer cuarto de la película, el detective queda en intentar obtener fotos comprometedoras de Jessica Rabbit, la esposa del conejo protagonista. Siguiendo el indicio de su apellido, todos, incluso el detective, pensamos que se tratará de otro de esos simpáticos animales antropomorfos, por lo que esperamos sin mayor deferencia a que comience el número musical. Una música de cabaret interpretada por unas urracas introduce al acto y se abre el telón. Y Entonces aparece.
A pesar de no convertirse en un trademark como bien son las clásicas estampas de la Disney y la Warner, el impacto que generó Jessica Rabbit en muchos niños o púberes de aquel entonces es mucho más grande de lo que parece. Cuando ciertas conversaciones nostálgicas se topan con el recuerdo de la película, como si fuera un pie descalzo pisando una mina sepultada de una guerra que ya nadie es capaz de recordar, la escena de aquella pelirroja nos explota en la cara. Como pedregones y pequeños fragmentos metálicos despedidos por el impacto, se nos incrusta en las piernas, pecho y el rostro su voz, el juego de sombras sobre la geografía exuberantemente accidentada de su cuerpo, el escote carmesí y esos tacones que llegamos a desear que caminen sobre nosotros. Por alguna razón, la gente se muestra muy reservada a la hora de hablar sobre su atracción hacia un personaje de tinta, pero ni bien se arroja la primera piedra, nadie tarda en reconocer la marca supurante que dejó aquel pequeño número en la cartografía sexual de sus vidas. No sería la primera vez que se amalgama dibujitos con sexualidad, Betty Boop ya lo hacía en los años 30’, mucho antes de convertirse en un guiño pop omnipresente en musculosas y carteritas de KIO. Betty Boop fue la primer flapper en ser dibujada, y si ciertamente lo corta de su minifalda y portaligas sigue impresionando hoy en día, basta imaginar en lo que generaba por aquellos tiempos. También es verdad que todos los caminos conducen al porno, y ciertamente antes de que los nipones comandaran el fenómeno hentai (dando rienda a lo peor de sus oscuras obsesiones con un nuevo stock de actrices que no se molestaban en ser analmente violadas por tentáculos espinosos) ya desde los cincuenta había unos cuantos dibujitos pornográficos que circulaban subterráneamente. Sin embargo, hay algo en la ejecución de esa escena, una forma de cadencia que me sigue atrapando, y quizás más que antes. Muchos niños y adolescentes nos dimos cuenta de que lo sexual siempre había estado ahí también, y esperaba entrar, cualquiera que fuera el terreno, como un gorrión parado en el filo de nuestra ventana.
Los dibujos dan rienda a todo el terreno de lo imaginario que hay en nosotros, pudiendo concretar nuestras propias venus como si sólo bastara con barro o nuestra costilla para hacerlo.
Esto es una confesión, y posiblemente me deje en un papel más que comprometido ante los ojos de los bloggers. En uno de esos místicos veranos de mi pubertad en Atlántida, una tormenta tomó el balneario como una horda de sucios turistas que se niega a abandonar un lugar. Fue como una semana y media la que estuvimos mis primos y yo sin poder salir siquiera al jardín, sintiendo por las noches un intenso miedo a que se nos cayera un pino encima. Pero la verdadera amenaza no eran los pinos, la lluvia o los rayos, sino el aburrimiento. Mi madre y mis abuelos estaban entre cuatro muros a cargo de cinco niños y al quinto día las cosas se comenzaron a salir de las manos. Fue ahí que a mi madre se le ocurrió un juego que al principio los hombres vimos con recelo, pero que pronto cambiaría nuestro verano. El juego era tremendamente femenino –por no decir gay-, y consistía en dibujar a modelos para un certamen similar a Miss Universo. Cada uno dibujaba a una mujer representante de un país determinado, las cuales eventualmente iban a ser incluidas en una votación para elegir la más bella de todas. Los únicos dibujos de mujeres que había hecho eran los dibujos de mi madre, o de niñas jugando con niños, generalmente enmarcados en dinámicas escolares (o sea, prácticamente obligado). Pero aquello era algo completamente nuevo, había que dibujar mujeres, mujeres que no se limitaban a hacer la comida o ir a buscar a sus hijos al colegio. No, había que hacer mujeres, mujeres que nosotros debíamos encontrar bellas. Comencé dibujando una, me percaté de que había un ligero problema con la quijada, el cuello, la boca y los hombros, teniendo que comenzar a suplantar los ángulos dentados por los círculos y curvas. Había una técnica completamente diferente a la del dibujo de hombres y superhéroes, y de cierto modo el proceso incluía aprender una nueva sutileza y desaprender ciertos recursos que había adquirido en mi infancia. Con el tiempo comencé a mejorar el dibujo, preocuparme un poco más por las curvas y los vestidos, y pronto aquello se convirtió en una quimérica búsqueda por la belleza imposible en una mujer. Diferente a lo que podría pensar cualquier persona, la cosa terminó sexualizándose mucho, y las modelos no tardaron en tener senos más abultados, caderas, ropa más ceñida al cuerpo, y miradas más desafiantes. Todos mis primos claudicaron su fascinación inicial y eventualmente fui el único que las siguió dibujando. Llegó un punto en que llegué a dibujar a una chica que me gustaba del colegio, traté de llevar su rostro a dibujo, la vestí con la ropa que solía llevar a los bailes (una camiseta manga tres cuartos verde y unos jeans naranjas), y le puse su nombre, cediendo a cambiarle su apellido por una reserva hacia algo o alguien que era incapaz de juzgarme. A medida que dibujaba por momentos creía que llegaba a mi ideal de mujer, pero pronto le encontraba algún detalle que me desconformaba, por lo que volvía a dibujar una nueva modelo, como si quisiera llegar a encontrar una con la cual enamorarme, aún sabiendo que aquello era imposible. Conservo todos aquellos dibujos, los estoy viendo ahora, y más allá de no ser las más exuberantes de todas las que hice, me sigue gustando la verde mirada de la francesa y las ligas reveladas por el viento que casi le vuela el vestido a Miss Bosnia Herzegovina.
a)bailando con Burt Lancaster en Il Gatopardo,
b)de puta en La Viacchia,
d)de obsesión de Mastroiani en 8 y ½,
e)y paro de contar porque si no me controlo esto termina siendo un post únicamente dedicado a ella.
acá la lista en orden de vistas:
01-Gilda (Charles Vidor)
02-Los desconocidos de siempre (Cardin…. ah, no, Mario Monicelli)
03-The wild one (László Benedek)
04-Una horrible película española que alquiló María sobre incesto y zoofilia
05-Las aventuras del castillo vagabundo (Miyazaki)
06-Berlín, año cero (Roberto Rosellini)
07-2046 (Wong Kar-wai)
08-Tener y no tener (Howard Hawks)
09-Las tres noches de Eva (Preston Sturges)
10-It’s a wonderful life (Frank Capra)
11-Rushmore (de Wes Anderson, una vez solo y otra vez con El fino)
12-Andrei Rubliev (Andrei Tarkovski)
13-Sucedió una noche (Frank Capra)
14-The Marx Brothers: Animal Crackers (Victor Heerman)
15-The Marx Brothers: Ducksoup (Leo MacCarey)
16-Los caballeros las prefieren rubias
17-The Marx Brothers: A day at races (Sam Wood)
18-El halcón maltés (John Huston)
Alquiladas pero desgraciadamente no vistas:
-Aguirre, la cólera de Dios
-El hombre de hierro
Si hallara un coagulante entre todos estos filmes probablemente estaría llegando a conclusiones no muy diferentes a las que obtiene Charles Manson de Helter Skelter, pero sí se puede reconocer una cantidad considerable de películas que estuvieron enmarcadas por una nueva fascinación por las comedias fetiche circa los años dorados de Hollywood.
Nunca me había colgado aquel tipo de cine. Cuando veía esas películas, me daba la impresión de que todavía no se había encontrado en la actuación un lenguaje propio que lo deslindara del teatro (una cruz que me parece que sigue cargando la mayoría del cine uruguayo, con una planilla fundamentalmente formada por actores netamente teatrales). Me parecía que los diálogos eran artificiales y todos los gestos ampulosos y sobreactuados, llenos de espontáneos segmentos musicales y sentimentalismo barato. A partir del método del Actor’s Studio (el correlato americano del método Stanislavski), mucha gente entendió estas actuaciones como patéticas y acartonadas. En ese sentido, la película “Un tranvía llamado deseo” es completamente genial, por el hecho de que en la misma se ve cómo eclosiona la vieja escuela, a manos de Vivien Leigh, con el realismo psicológico de Marlon Brando. La primera, tremendamente amanerada, planea por la película como si fuera la reina de su propio mundo, llena de aires de grandeza e histeriquismo desbordante. Por otra parte, el Kowalski de Marlon Brando es uno de los más viriles, groseros y reales personajes que se hayan filmado en la historia del cine. Tenerlos a los dos en un mismo decorado relata más allá de la historia de sus personajes, el drama de dos escuelas en la que una terminaría siendo devorada por la otra. Con el tiempo, Elia Kazán y todos los capos del Actor Studio se convirtieron en una fábrica de los actores más importantes del cine norteamericano, entre ellos James Dean, Al Pacino, Robert De Niro y un redundante etcétera bañado en oro. Con cualquier actor de esta escuela me podía identificar más que con los personajes de ese otro cine que me parecían tan falsos como la carretera que circula detrás de las tomas de autos que suelen manejar
Fue cuando vi Gilda que de golpe toda aquella idea cambió radicalmente. La película trata de un apostador norteamericano (Farell, interpretado por Glenn Ford) que está radicado en Buenos Aires, donde se vuelve mano derecha de un hombre llamado Mundson, el importante dueño de un Casino. Al comienzo todo va sobre ruedas, hasta que tras un viaje de placer, Mundson retorna acompañado de su nueva esposa, Gilda (Rita Hayworth), que resulta ser un antiguo amor de su socio. A la historia se le suma una intriga internacional entre alemanes y la explotación de tungsteno, pero lo que realmente vale del film es la tensión sexual entre el deber, el odio y el amor contenido como un castillo de naipes entre Farell y Gilda. En muchos detalles la película es un emblema del cine de esa época. Primero, hay cierta candidez en la selección de escenarios. La película transcurre en Buenos Aires (y hasta en Montevideo!!!), pero por alguna razón todas las personas hablan perfecto inglés, limitándose a escapársele un “señor” muy de vez en cuando. De la misma manera, todo sucede prácticamente intramuros, en general dentro de las mansiones del magnate y el propio Casino. Esto lleva aparejado un punto a favor que es el de no intentar convertirse en una película-postal, de esas que intentan suplir fallas del argumento con la belleza natural de un país exótico donde se lleva a cabo el rodaje (en este sentido, los mismos cuarenta y cincuenta están llenos de películas filmadas en Africa y similares). Otra cosa que rescatar con respecto a esto, es que es preferible prescindir de toda identidad nacional a equivocarla por la de otro país, pecado mortal en el que suelen caer algunas películas que muestran al uruguayo autóctono como un bigotudo con un sombrero de vaquero, cabalgando su caballo en una especie de desierto inexistente.
Por otro lado, lo que desborda en Gilda es la elegancia. Rita Hayworth es una belleza, pero sobre todo logra una forma de combinar elegancia con sexualidad pocas veces vista. Hay un momento en que comienza a hacer un striptease y nos resulta tremendamente excitante, más allá de que sólo se llega a quitar un guante. Lo hace de una manera que la desnudez de ese brazo vale por veinte Chloe Sevignys felando a Vincent Gallo.
Finalmente, y lo que terminó resultando una revolución copernicana para mi opinión sobre el cine: la elegancia se refleja en los diálogos. Es ahí que uno se da cuenta la belleza de ese cine previo al método. Con la relativamente reciente incorporación de la sonoridad en el cine, todas las películas, y en especial la comedia y el género romántico convirtió al diálogo en su principal fuente de recurso, en un gusto que se podían dar y querían aprovechar al máximo. Mientras que en el cine sucesor, posterior a los años cincuenta, los diálogos se convirtieron en prótesis de los personajes y el mismo argumento, en el cine de los 30’- 40’ hay un gusto intrínseco por el diálogo en sí, utilizándolo en su flujo de palabras como un artesano ve un bloque de madera, pronto a ser cincelado. Directores como Vidor, Sturges, Wilder y Capra se convirtieron en verdaderos orfebres del diálogo. Lo que resulta increíble es ir más allá de las implicaciones argumentales e ir a la estructura del mismo, algo parecido a lo que decía Benito sobre las arquitecturas arreglísticas de los Beatles. Ninguna palabra está de más, todo fin de frase es un pie para la ocurrencia del otro, y todo se estructura en formas de ataques y contraataques que son de una perfección insospechable. Por supuesto, más de uno dice “pero la gente nunca es tan elocuente”, y posiblemente tengan razón, pero la belleza de aquel lenguaje está descontextualizada de los porqué y los cómo de los personajes. En este sentido hay dos géneros que estuve repasando que se llevan las palmas: el film noir y la novela romántica. Con respecto al primero, más allá de su marca de fábrica, que es el pivoteo entre el expresionismo y el gótico, lo que caracteriza a los policiales negros es el tratamiento del personaje principal (en general el detective) y su relación tempestuosa y siempre cambiante con la femme fatale. A la hora de analizar esto, cabe recordar lo que decía Zizek sobre los héroes noir de la línea de Chandler, “un bricolage de rasgos contradictorios que definen el ideal imposible: corriente, pero inusual; perdedor, pero exitoso; cínico, pero creyente en la justicia”. En todo esto se apoyan firmemente las películas, cuya voz en off del protagonista actuaría como la primera persona de las novelas de Chandler. Así, siempre los heroicos perdedores de los callejones se adaptan a esta orfebrería guionística, siempre teniendo la palabra justa, aún cuando tienen un cañón en la frente. Con respecto a este género, el film estandarte sería, sin lugar a dudas, “El halcón maltés”, que tuve la oportunidad de ver, aunque en muy malas condiciones. La película estelarizada por el duro de Bogart fue la última que vi en ese desquiciado maratón cinéfilo. Era domingo y tenía que devolver doce películas para las diez de la noche, y me había preparado física y mentalmente para ver cinco películas en un día, una proeza que sólo había logrado una vez, cuando me había atacado una gripe que me había dejado como el caballero de Fénix tras el ataque de Shaka de Virgo en las doce casas (pah, que ocurrencia nerd, por Dios). Me levanté a eso de las diez de la mañana, me bañé con agua fría y me encajé un café como si fuese coca. Las primeras tres películas las pasé muy bien, pero ya para la cuarta mi atención comenzó a trepidar, quedando mi cabeza como una represa tras una crecida en la última película. Cuando uno está tan sobresaturado, las conversaciones, imágenes y gestos suelen circular en otro registro. Parecen pasar efímeramente como hojas secas arrastradas por un vendaval. Las imágenes y palabras tan pronto como llegan desaparecen, mutan y uno solo se puede limitar a tomar esos puñados de arena que se le escapan de la conciencia. Es así que si me piden que les cuente de la trama, les diré que me pareció por momentos tan enmarañada, llena de mentiras, trampas y contratrampas que es difícil de recordar, mucho más de contar. Pero sin embargo, con todas estas trampas se llega a una conclusión que resulta absolutamente genial. En realidad poco importa quién está del lado de quién, quién es el perseguido y el perseguidor, todo se coagula y desvanece en el desenlace: Humphrey Bogart y los demás descubren que la estatuilla mítica por la que venían matando y robando no tenía ningún valor en sí mismo. El valor había sido adjudicado por todo el mito y desinformación que circuló alrededor de la estatuilla. En cierto modo podría resultar como una alegoría al capital caníbal de la época, en donde el valor dejaba de encontrarse en el producto en sí, y pasaba a estar completamente fundado en su capacidad de flujo violentamente incesante. El capital se convierte en una cosa intangible, una estructura autodeformante y que es imposible de poner en términos de billetes, cheques o acciones. Similar a esto es el periplo del Halcón Maltés. Pero no me voy a poner a hacer este tipo de análisis, para eso está Zizek o Adorno. Lo que me llevaba a esto es la última frase de Bogart, en que le preguntan qué es la estatuilla, y este responde “the stuff that dreams are made of" -la cosa de la que están hechos los sueños-. Es una frase genial, sintetiza toda la película y ciertamente debe haber sido lo primero que pensó Houston a la hora de hacer adaptar el guión. Es una frase tan acertada que debe haber sido como el otro lado del puente, y toda la trama una mera forma de unir A con B.
El otro género es la comedia, que lleva esta fiebre de diálogos a los lugares más impensados. Entre las vistas está “Las tres noches de Eva”, que tiene un argumento imposible pero lleno de chistes muy finos sobre la batalla de los sexos y “Sucedió una noche”, que me pareció una obra de arte del género. La única imagen que tenía de Clark Gable era la de “Lo que el viento se llevó”. Nunca me imaginé que el tipo pudiera llevar un rol cómico con tanta carisma y soltura. La química entre él y Claudette Colbert es increíble, pero hay algo que los trasciende como pareja y es el mismo guión. Es increíble escuchar algunas conversaciones articuladas dentro de cierta intelectualizacion sobre nimiedades de la vida cotidiana (como las instrucciones de Gable sobrelas distintas formas de hacer dedo) y darse cuenta de que estos diálogos perfectamente podrían estar en Seinfeld, al igual que esos personajes absurdos con los que se van topando, como el tipo que maneja el automóvil y gusta de cantar como un tenor de ópera (pudiendoThe Soup Nazi, Bania, Mr. Peterman o cualquiera de los personajes secundarios de la serie). Por otro lado, las películas de los hermanos Marx son gigantes, y llevan los diálogos a donde ningún hombre ha llegado. Sin contar a Zeppo –que es sólo de decorado-, Groucho, Chico y Harpo obtienen una unidad similar a una estructura de carbono: no puede existir uno sin otro, sin saberlo son parte de un sistema que los trasciende. Entre Harpo y Groucho, Chico suele resultar el más razonable de todos. Los dos extremos son increíblemente desquiciados. Harpo es un personaje increíblemente descontrolado, que está más allá del bien y del mal. Es más que humor físico, hay una sutileza en su actuación y una capacidad de decirlo todo sin palabras que resulta distinto a cualquier actuación que haya visto en mi vida. Por otro lado, los monólogos de Groucho son algo tan descomunalmente absurdo que podría dejar mal parado hasta a los más arriesgados guionistas de Chachachá o Padre de Familia. Uno intenta seguirle el ritmo al tipo y de repente nos damos cuenta de que en el camino algo se estuvo comiendo nuestras miguitas de pan y estamos perdido en la inmensidad boscosa del verbo. Hay algo propiamente psicótico en el hablar de Groucho, como si el tipo confundiera las cosas con las palabras, cada tanto perdiéndose en su mismo decir y dejando, no sólo a los otros personajes o rivales en un limbo (el tipo nunca para de maltratar a la pobre Margaret Dumont en cada una de las películas), sino a nosotros mismos como espectadores. Viendo Animal Crackers –entre Duck Soup y A day a traces, la más desquiciada de todas, a mi parecer- sin subtitular me di cuenta de cuanto se pierde en las leyendas en español. He aquí un ejemplo:
Versión original en inglés:
-what do you think about south america, i am going there soon, you know
-Qué piensa de Sudamérica, estoy por ir pronto, sabe?
-En serio? A donde irá?
-Uruguay
-Bueno, hagámoslo así, tu vas a Uruguay y yo voy a Paraguay
(????)
Entiendo que es un chiste intraducible, pero los tipos se podrían haber esforzado un poco más.
De cierto modo la mayoría de las películas de los Marx son ensayos de la anarquía, anarquía no sólo en los hechos en sí (las tres que vi se tratan, en su base, de las implicancias de darle excesivo poder a la persona equivocada –A Groucho Marx como dictatorial jefe de estado en Duck Soup, como médico principal en A day a traces y como guest principal en Animal Crackers), sino una anarquía que va más allá del argumento y se instala en el lenguaje y el movimiento.
Finalmente, para cerrar con el género de comedia, vi Los caballeros las prefieren rubias, que no es exactamente de aquella época (es Technicolor y de 1953), pero que tiene una estética aún propia de aquel cine. Todos supondrán que la alquilé por Marilyn Monroe y muy probablemente tengan razón, pero extrañamente lo que más me sorprendió fue no la actuación de la blonda, sino de Jane Russell. Monroe prácticamente se dedica a ser violentamente hermosa e insoportable, mientras que el personaje de la morocha es mucho menos unidimensional. Es una buena comedia, pero hay algo que molesta mucho, y es el mensaje de que el dinero puede comprarlo todo, incluso al final de la película. El gil del novio de Monroe se da cuenta de que la mina lo quiere por el dinero, cosa que también se da cuenta el suegro de la rubia, y sin embargo se terminan casando, sin que ello les genere la mayor molestia. El film es un salmo al materialismo, con ese video tan gráfico como “Diamonds are the girl’s best friend” –que la gente de mi generación lo recordará más por el afane a su estética de Material Girl, de Madonna-, y ciertamente Jonathan Rosenbaum no podría estar más en lo cierto cuando definió la película como “un Potemkin capitalista”. Debo reconocer que me da un poco de asco el mensaje, pero después lo pienso bien y aquello es mejor que las insípidas películas políticamente correctas de hoy en día, en donde todos aprenden una buena lección al final del film.
Hubo un par de películas que quedaron fuera de la selección, Aguirre, la cólera de Dios (cuya copia estaba en tan mal estado que me terminé dando por vencido), El hombre de Mármol (que no me dio el tiempo para verla) y Andrei Rubliev, cuyas circunstancias alrededor del film explicaré a continuación.
Andrei Rubliev con el tiempo se fue convirtiendo en mi Waterloo. Después de varios intentos logré ver La infancia de Iván, pero con Rubliev siempre termino desnudo en la tundra rusa. La debo haber alquilado seis veces y nunca la pude ver de un tirón, volviéndoseme un tremendo karma que me ha seguido a través de los años. Capaz que es una señal, como si por acercarme demasiado al mensaje que oculta el film temiera a sufrir la misma suerte de Ícaro. Todo esto le venía comentando a El fino, convirtiéndosele más que en una advertencia, en una seductora invitación al misterio. Nos preparamos para el sábado en que la exhibí en mi cuarto. Me pegué un duchazo, apagué la computadora e intenté mantener entre rejas a todo aquello que tuviera potencial distractivo. Con todo el cuarto envuelto en algodones, El fino llegó, habiendo comido y dormido lo suficiente para aquel reto de más de tres horas que le había contado. Sin embargo, para mi sorpresa llega un invitado muy poco estratégico, Martín, un muy buen amigo que sin embargo suele estar acostumbrado a films del calibre de Rápido y Furioso, Soldado Universal y Rápido y Furioso II. Le advierto como tres o cuatro veces que el film lo más probable es que le parezca un embole, pero son tantas mis advertencias que termino generando el mismo efecto que con El fino: el tipo está intrigado, quiere ver de qué se trata la película. Comenzamos a ver el film, las primeras escenas son muy sugerentes, la filmación de un tipo volando desde un tipo de globo aerostático. Ya cuando aparece la larga escena de un bardo cantando Martín se siente un tanto desconcertado, pero lo oculta con elegancia. La película sigue avanzando y para los cincuenta minutos encontramos la primera baja: Martín ha sucumbido ante los oscuros encantos de Hipnos, con los párpados trepidantes y herméticos, la boca ligeramente abierta y la palma todavía cerrándose sobre su celular como si hubiera sido su último anhelo por aferrarse al mundo de los despiertos. Para la hora y media El fino también cae en sueño, pero al menos logra despertarse cada tanto, preguntándome qué pasó mientras estuvo dormido y yo manteniéndolo al tanto contestándole “casi nada”. Yo me mantengo despierto, y para la hora y cuarenta y cinco todos están nuevamente despiertos. Guardo la esperanza de que podamos vencer a Tarkovski todos juntos, pero cuando invaden los tártaros nuestra compañía se disuelve, y nos encontramos hablando de ex compañeros de liceo, el clima y una de las muchas anécdotas ridículamente divertidas de Martín. Van dos horas y cinco minutos del film e intento aferrarme a algo para seguir viendo, pero me doy cuenta de que es inútil. El fino mira cada tanto, pero principalmente habla con Martín. Para las dos horas y quince minutos, como la voz del niño que advierte que el rey está desnudo, me convierto en portavoz de lo que todos sabemos y decido poner Eject a la película. Una vez más, otra batalla perdida ante el genio de Tarkovski.
Epílogo
Habían pasado unos pocos días de aquel empache cinéfilo, y a pesar de mi promesa de no ver películas por un tiempo, termino yendo al cine a ver Hit, la película de Claudia Abend y Adriana Loeff sobre cinco canciones que cambiaron la historia de Uruguay. Tras una serie de malentendidos, pienso que María me dice que vaya a ver solo la película, por lo que compro sólo una entrada para el cine Hoyts de Punta Carretas. Me olvidé de traer mis lentes, por lo que decido sentarme bastante adelante. Estoy en la función de las seis, por lo que hay espacio de sobra. Ahora que lo pienso es una estupidez, ya que la película obviamente está en español y no voy a estar obligado a leer subtítulo alguno. A muchas personas le parece inconcebible asistir al cine sin acompañante. A mi me parece de lo más natural, si suelo ver las películas que alquilo solo, ¿qué diferencia hay con ir al cine? Sentado allí, viendo el inicio del film en que dice “había una vez un país…” por un momento me siento sereno y pienso que la butaca de un cine debe ser uno de los lugares que me siento mejor en el mundo, y al mismo tiempo me comienza a invadir una angustia insoportable. La galería de imágenes y grabaciones de archivo tocan un engranaje suelto que tengo adentro y que me hace un extraño nudo en la garganta, una sensación mezclada entre la experimentación de un momento sumamente angustioso y el llanto de emoción de una gloria deportiva. Lo pienso como un sedimento de nacionalismo que me quedó desde la adolescencia, donde la posibilidad de emigrar definitivamente se había constituido una firme posibilidad (nadie sabe lo que quiere a un país hasta que corre el riesgo de perderlo). Viene la entrevista a Anibal Sampayo y me nudo se tensa aún más, esta vez tranquilizándome el hecho de estar más justificado (es decir, la idea de un hombre que nunca fue debidamente reconocido por su música y que ya en su decrepitud no puede recordar las letras que hizo es algo de por sí triste). Pero tras el respiro de las irreverentes entrevistas a los Shakers, para cuando llega Eduardo Mateo me desmorono completamente. Mi rostro está tan duro que tiembla, es esos momentos en que uno se puede verse a sí mismo como en una fotografía y veo mi rostro firme, como el de un hijo mayor intentando mantener su dignidad con estoicismo mientras carga el cajón de su padre en un entierro. La única persona que está en mi fila, un tipo que ronda los veinticinco, treinta años ve mi rostro pálido, los ojos bien abiertos y rojos pero sin lágrimas, y por cierto pudor se levanta y se va unas butacas atrás. Debe pensar que soy pariente del tipo, o algo por el estilo, sintiendo que debe dejarme a solas con la película. En cierto modo agradezco haber ido al film solo, porque para alguien que no suele expresar líquidamente sus sentimientos, la tarea de mantener la compostura resultaría completamente extenuante. Me imagino que de haber ido con María me habría ido de la sala súbitamente, diciéndole que ya vengo, para irme a respirar entre sollozos al baño, mirándome al espejo, intentando ejercitar una cara y una excusa para volver a la película. Pero no hay nadie, estoy solo y si bien eso potencia este sentimiento, lo siento como una cierta tregua que me da el film. Pero el nudo no se va, y cuando llego a A redoblar de Rumbo, ante el primer verso de la canción siento como si aquello agitara un pasado que nunca viví, como si la historia colectiva de la dictadura me poseyera mediúmnicamente usando la película como canal. Aquella canción forma parte del inconciente colectivo de una nación, y uno no tiene que haber vivido aquella época para suponer el impacto que esa canción causó. De chico, cuando escuchaba “Volverá la alegría/a enredarse con tu voz/A medirse en tus manos/y a apoyarse en tu sudor”, sin saber qué era una dictadura sabía que aquel tema era algo muy serio, y aún en mi fervoroso odio hacia lo gremial de estos últimos años nunca llegué a ponerle un dedo a la canción, posiblemente por la misma razón que ahora estoy al borde del llanto. La película sigue y el carisma del Canario Luna me permite sobrellevarlo, pero entonces vuelve las filmaciones de archivo y me vuelvo a ahogar. Una vez que termina el film, tengo que mantenerme sentado durante parte de los subtítulos. Me siento de vidrio, en cualquier movimiento brusco me puedo hacer añicos. Cuando ya no tengo excusas de permanecer allí, salgo lento, cabizbaja. Intento pasar rápido, pero veo los rostros de las personas en la cola. Miran mis ojos, los tengo hinchados y rojos, se comentan cosas al oído. Sin darme mucho cuenta ya estoy en la puerta del shopping, pienso encontrar un cuarto o un baño vacío para arrodillarme por primera vez y por fin, de una vez, llorar.