Escopofilia III: Afilando la guadaña/Sexo, Drogas y H2Oh
2008 me agarró con una extraña angustia, una térmica que ha saltado más de lo esperable (y deseable), en un tipo al que la mayoría de la gente conoce como alguien que suele dejar pasar (a veces demasiadas vecese) la mayoría de las cosas. Últimamente me he encontrado puteando al televisor como un anciano, suscitando a menudo las risas de otras personas como mi suegra, que siempre que me ve estoy quejándome de algún aviso o de algún actor. No sé si soy yo o si realmente nos van jodiendo a gratis, pero ¿el aviso de 7up H2Oh no es un completo absurdo desde el mismo hecho de ser una bebida levemente gasificada y dietética y embanderarse como la bebida perfecta para la gente que no busca ser perfecta? Si aquellas personas les gusta ser como son, ¿entonces por qué toman bebidas dietéticas y levemente gasificadas? Después, agregar los avisos de blanqueadores que equiparan a dejar la ropa limpia de los hijos como un hecho sine qua non sobre lo buena que es una madre (como si no hubiera malas madres que usan Nevex) y el último aviso de Claudia Fernandez y el Piñe, que además del juego de palabras que muchos sabemos a donde apunta (tas contento-kasconquenco) es un velado alegato a favor del sexo como mercancía (además, justo eligen a Piñeirúa, dejando más claro que Claudia Fernandez está con él por los créditos que sacó- porque si no, ¿cómo?).
Agregado a esto, voy a Rottentomatoes y lo único que veo como futuros estrenos son remakes y versiones cinematográficas de comics (dentro de poco Paris Hilton va personificar a Puca en el cine).
En fin, tratando de ordenar esta colección de puteadas más bien sin forma, por lo que acá van mis últimos tres mayores enojos televisivos-cinematográficos de este año.
Mujeres asesinas (Varios directores, 2006-2008) 
No tener cable debe ser algo complicado. Debe ser incluso más complicado que no tener televisión. Uno sin televisión se termina arreglando, termina por aceptarlo y recurre definitivamente a la lectura o al youtube, pero la posibilidad de ver televisión, y que tu opción esté restringida a cuatro canales que no tienen prácticamente nada que ofrecer, es algo angustiosamente frustrante. De producción nacional ni hablemos (además, ¿soy el único al que La oveja negra no le parece nada del otro mundo?), de Brasil siguen las mismas telenovelas de alto budget que por alguna razón la gente cree cualitativamente superiores a las venezolanas, y de las cosas compradas a Estados Unidos sólo puedo rescatar Lost y CSI (que tiene sus buenos momentos). De Argentina, desde Szifrón no hay nada que realmente valga la pena, y me propuse terminantemente no hablar de ese otro programa que parece prácticamente omnipresente en todas las esferas de la vida cotidiana (saben a cuál me refiero), incluso pareciéndome (más allá de las risas que me suele sacar de vez en cuando) Televisión registrada como un mero refinamiento y expansión de algo archi recontra conocido desde PNP.
Todo esto era una pequeño prolegómeno para abordar el programa de Mujeres Asesinas, un programa que aparentemente estaba laureado por varios medios como una de las mejores series de capítulos unitarios que hubo desde Tiempo Final (bueno, quien lo decía tampoco era Alsina Thevenet). Como todos sabemos, en Uruguay las cosas no sólo llegan tarde, sino que una vez que pegan se vuelven a repetir de manera muy poco decorosa (por Dios, cómo llenan con El Chavo cualquier baldío de programación), y estas mujeres vienen asesinando desde el año pasado. En lo que va de su programación, creo que he visto seis capítulos (no sé cómo, pero sí, creo que seis), los cuales incluyen actrices de la talla mediática (miren la palabra en cursiva) de Araceli Gonzalez, la Gaetani y Leticia Bredice. Una cosa que me llamó la atención del programa y su difusión es que en cierta manera, esta articulado como un alegato feminista, planteando en la mayoría de los casos (uy!, verídicos) a las mujeres más como heroínas románticas, que como asesinas per sé. O sea, se trata de que las mujeres son víctimas y lo único que hacen es ejercer su voluntad de poder a grados insospechados. Pero lo raro es que detrás de este mensaje semi latente, en el camino de glorificar a la liberación femenina en su catártica justicia a mano propia, nunca se escatima la posibilidad de mostrar una teta, un culo, o una escena lésbica. Me sigo acordando del caso de Araceli González, una especie de viuda negra que mataba a su esposo teniendo sexo con él hasta ocasionarle un infarto. Y así, en casi todas los capítulos que vi, había algún elemento de ese promopack de feminismo también disfrutable para el hombre. Lo que choca es esto: uno puede ver las heroínas de Russ Meyer, casi todas como amazonas escotadas completamente al ojo voyeur del hombre y es muy difícil que a uno no se le dibuje una sonrisa en el rostro. Es decir, el mensaje es tan descaradamente misógino que se vuelve completamente naïf, casi como un impredecible elemento pop que exaltando lo más grasa de un tiempo termina por cuestionarlo. En cambio en Mujeres Asesinas hay una hipocresía, una falsa moral, una misoginia sintomática que me parece mucho más aberrante que lo que se podría encontrar en un programas mucho más obvios como los de Olmedo. Es decir, detrás de ese alegato libertario (en el plano más filosófico), detrás de ese aparente lado oscuro de la sexualidad, no hay sino un discurso ideológico que es como una versión hipertrofiada hasta el desconocimiento de la moral más retrógrada. El acto sexual, siempre es algo pérfido, actuación definitiva de una infidelidad, acto previo a un asesinato o un acto asesino en sí (citando a la película de Araceli). Es como un canto al eros con el mito de la vagina dentada esperándonos detrás del telón. De cierto modo lo que logra todo esto es mantener de forma sintomática (que es la peor de todas las formas) un discurso en el cual el sexo es algo malo, penable, violento. En unas de las mayores escaladas pansexualistas de la historia de la televisión rioplatense (porque vamos a ser claros, hubo un preciso momento en que en Argentina las vedettes se adueñaron de los informativos y en Uruguay Abigail se convirtió en una institución –como si un travesti fuera la última novedad de la civilización-, sin olvidar uno de los casos más ejemplarizantes, el de Cámara Testigo, que pasó de ser una visión también bastante ideológica de la criminalidad a una mera excusa para mostrar la vida nocturna de whiskerias), la televisión no podría ser más enfermamente moralizante (sobre todo en el terreno de la ficción). Hace tiempo que nadie tiene sexo por amor, -ni siquiera eso, que podría pensarse alegato de un hippie o un religioso ferviente del sexo conyugal (dos cosas que estoy lejos de ser)-, nadie tiene sexo porque está bueno, porque es divertido o porque directamente puede hacerlo. El garchar es para engatusar, para meter los cuernos, por despecho, por error, por plata, para matar. A nadie se le ocurre la historia de una pareja que un día le pinta coger, cogen y lo sienten bien. En cierto modo, series como Mujeres Asesinas y Tiempo Final cumplen esa regla bastante graciosa que era enunciada por un cinéfilo indie en la película Scream: “En cualquier película de terror, si alguna pareja tiene sexo, eso significa que los van a matar”. Dicho y hecho, un importante porcentaje de los capítulos de Tiempo Final se basaban en la composición química parejafeliz-cuernos-descubrimiento-asesinato sumamente creativo. Incluso me preguntaba cuál podía ser el apelativo de ello, la razón por la cual se seguía insistiendo en el tema, y sin embargo capítulo a capítulo, no sólo en Tiempo Final, sino también en el más histérico Resistiré o en Historias de sexo de gente común se insistía en ese punto hasta el hartazgo. Uno podría hacer un film que intentara encontrar el engranaje preciso entre Eros y Thanatos (en lo que El imperio de los sentidos es la película axiomática por excelencia), incluso uno podría sencillamente escandalizar porque puede, como podría hacerlo John Waters o Todd Solondz en Happiness (en ese final del perro en el que uno se dice "pah, ahora sí que se fue al carajo"), pero acá se busca algo distinto, algo imposible de estar más lejano de combatir una moral imperante. La única solución que encuentro a todo esto es que a la gente le gusta ver a otros pagar por sus sucios pecados.
La televisión mundial y la moral que la atraviesa como vasos capilares ha dejado de ser el lobo difrazado de oveja, ahora viste de Araceli González
Spun (Jonas Åkerlund, 2002) 
No sé qué tienen las drug movies. Hay gente que tiene su fetiche por las películas clase B, hay otros que les gusta las películas de persecuciones automovilísticas, yo siempre fui un tipo de drug movies. Ahora, viéndolo un poco mejor, es probable que esa fascinación por el mundo de la droga no se estanque únicamente en el terreno del séptimo arte. También en la literatura, en el último año, la mayor cantidad de los libros que consumí, si no están completamente atravesados por la droga, al menos es un tema que se llega a tocar (desde Bukowski –a no engañarnos, el alcohol también es una droga- hasta Enrique Symns, pasando por Burroughs, Kerouac y Selby jr).
La otra vez hablaba con un amigo sobre el blog de un músico y nuestras conjeturas sobre la pasión con que relataba con detalles casi dignos del INE las drogas que consumía, los asados que comía y el acontecer dionisiaco de su vida nocturna, sólo podía ser explicada por el pasado straight-vegano de esa persona. Es decir, luego de ser un straight vegano (ya siendo bastante complicado desde el vamos el hecho de no comer carne –o cadáveres, como ellos prefieren decirlo-), algo que en nuestra sociedad bastante carnívora y bebedora es lo más cercano a ser un brahmán, uno va acumulando cartones y en algún momento de su vida uno quiere razonablemente gastarlos todos al mismo tiempo. Es así que volviendo un poco al pasado, a razón de llevarle la contra al resto de mis compañeros de clase (estamos hablando de mis 13-16 años), me había propuesto ser todo lo que no eran ellos, y en eso se incluía la bebida, los cigarros, la mediocridad académica, entre muchos otros detalles. Es así que mientras las palomas de la madrugada picoteaban el vómito de compañeros de clase pasados con vino lija antes de las fiestas de quince, yo me mantenía sobrio y leyendo, con una persistencia que tenía más de cruzada moral que de simple inapetencia. Como le dije a unos amigos hace un tiempo, era straight sin saberlo. (Ahora que lo pienso, cómo me habría venido bien escuchar a Ian Mackeye en esa época, pero en aquel entonces lo más cercano a cultura musical era poder adivinar el nombre de los videoclips de MTV en el menor tiempo posible).
La cosa es que de cierto modo, todo lo que no hacía en la vida cotidiana lo vivía sintomáticamente a través de películas y cosas que leía. Leyendo o viendo películas, por un momento era esas personas que nunca podría ser en la vida cotidiana. Incluso tuve una corta incursión en el mundo de los juegos de rol, la que, para mi propio bien, no duró mucho. Ahora que lo pienso bien, estaba fascinado con el tema de la masacre de Columbine por el hecho de que en cierto punto era un anhelo secreto cumplir los actos de Eric y Dylan con la mayoría de mis compañeros de clase.
Y así fue como llegaron las drug movies.
La primera vez que vi Trainspotting fue una sensación intensa, visceral. Recuerdo terminar de ver la película, fascinado por aquella canción de Underworld, ir a la cocina, ver la mesa puesta, la familia sentada, Coca Cola, una milanesas y sentir que nada de eso tenía sentido. Recuerdo haber pasado los días siguientes mirándome obsesivamente los brazos. Los quería tener más flacos, quería tener los brazos de Renton, tener su cabello rapado, esas camisetas encongidas que no le pasaban del ombligo. La droga por primera vez se sentía como algo cercano, como algo que por su sola presencia podía hacerme caer en su mundo, como el borde que amenazante parece tironearnos hasta el abismo.
A partir de Trainspotting fueron otras películas. Porro, alcohol, merca, peyote, todo circulaba por mi videocasetera como si fuera el Tánger, aunque prefería la heroína. Los films de heroína tienen ese plus, esa formación reactiva, la suciedad y delicadeza de la ceremonia de la jeringa y la cuchara, los abscesos, la flacura, y los brazos, siempre los brazos picados que tanto me obsesionan.
Es por esa razón que en mi estadía en la casa de María se me ocurrió alquilar Spun, película que pintaba medio cirquera, pero que tenía mucha white trash (otro fetiche mío) y a Mickey Rourke, actor idóneo para todo lo que se refiera a excesos. La película es sobre el cuelgue con las metanfetaminas, por lo que ya sabía a lo que me enfrentaba. Si Aronofski se encargaba de hacerte parecer una pitada de porro una montaña rusa llena de cut ups y primerísimo planos de pulipas contrayéndose o dilatándose, uno se imagina que con la metanfetamina (no por nada se le suele llamar speed), la edición puede ser anticipada de no ser precisamente una película de Tarkovski. Y efectivamente, ya en sus primeros cinco minutos, uno se da cuenta que el tipo no sólo cumple con lo esperado, sino que se le va la moto como nunca pudiera imaginarse. Aparentemente la película trataría de reflejar ese desfasaje temporal del mundo de los colgados al speed, lo entiendo, pero hay una cantidad inconmensurable de tomas al pedo, completamente ajenas al solipsismo de un drogadicto. Es decir, si a Spider Mike (John Leguizamo) se le ocurre abrir la puerta, te van a poner en dos segundos, la persona vista a traves de la mirilla, un primer plano de Leguizamo, las manos, después una toma del interior de la puerta, mostrándote como se abre la cerradura, y recién después la puerta abierta. Así también, cada vez que Ross prende el auto, una cámara interna te muestra cómo se prende el motor. El absurdo máximo llega en el momento en que Ross tiene sexo con su novia –por antonomasia-, apareciendo toda una serie de animaciones que poco o nada es lo que pueden aportar al desarrollo del filme. Es decir, ¿qué función realmente tienen esas animaciones? ¿Representan el deseo de Ross?¿Una distorsión del sexo bajo la influencia del speed? No, sencillamente eso, tenemos unos dibujantes bastante cool, metamos algunos dibujitos, por más que no tenga nada que ver. No voy a ser el primero ni el último en criticar la new trend de los estilizadores de la imagen. No sería el primero en putear a Aronofsky (que si bien Réquiem por un sueño me parece una película horrendamente efectista, Pi no está mal), ni tampoco hablo de que la nueva ola de directores de videoclips jugando a hacer películas sea homogéneamente mala (lo que ha hecho Spike Jonze me gusta mucho y ciertamente The Science of sleep, de Gondry me pareció un film correspondidamente hermoso en lo visual), pero hay una cantidad inconmensurable de material de edición al pedo en esta película que resulta tremendamente imbancable.
La herencia de Corre Lola, corre, se ha pagado caro en las drug movies. Parece como si las drug movies más que una temática, se hayan vuelto una estética en sí. Personalmente, no creo haber visto mejor escena de un shot de heroína como aquella actuada magistralmente por Harvey Keitel (y este es uno de esos casos en los que el pomposo adjetivo está justificado) en Bad Liutenant –en español, el ridículo título de “Un maldito policía”-. Y precisamente, si uno se percata de ello, la escena es prácticamente una sola toma. Un poco más estilizado, pero también muy convincente (incluso me hace pensar qué es lo que realmente se están inyectando los actores, porque definitivamente algo se están metiendo en las venas), es The Panic in needle park, con unos close up de los brazos y los rostros de los drogadictos que a uno le provocan escalofríos. Incluso hay una escena en que Pacino le inyecta heroína a Kitty Winn y la cámara (estoy recordándolo, capaz que no sucede realmente así), hace una especie de lento travelling desde el brazo hasta el rostro, como si fuera el mismo trayecto del efecto de la droga (aunque en realidad en el lugar donde se suele sentir más es en el estómago y en la columna). Lo común que tienen estas dos escenas es en la economía de recursos: nada de dibujos animados, música cool, o edición MTV. Incluso, si pensáramos en alucinaciones –algo para lo que podrían servir los efectos especiales-, me parece mucho más convincente la austera escena del murciélago comiéndole la cabeza a una rata en The lost weekend, de 1945, una de las primeras películas en que el borracho protagonista dejaba de ser de esos perspicaces personajes que sólo servían de relleno para gags y humor físico. Las únicas drug movies que recuerde que me gustan más allá de tener algo de ese estilo son la ya mencionada Trainspotting y Acid House, ambas con un particular encanto británico que lo terminan comprando a uno.
Volviendo a Spun, lo único que la salva es la escena en que Mickey Rourke habla sobre su madre ahogando cachorritos en una piscina, diciendo que está matando lo que no va a poder cuidar (curiosamente, uno de esos momentos al final del film, donde parece que Jonas Åkerlund pone la pelota al piso) y el hecho de no ser una película moralizante, con personajes que muy lejos están de ser románticos. En este sentido prefiero toda la vida el Chinaski de Barfly (convengamos que no hay nadie mejor para el papel de Bukowski que Rourke) o a la pandilla de Drugstore cowboy que a la horrenda, horrenda, HORRENDA interpretación de adolescente en las drogas de Evan Rachel Word en Thirteen (no tanto la actuación, sino el personaje de inocente-teen-blanca-seducida-por-latinos-malos-al-oscuro-mundo-de-la-droga), o a Leonardo Di Caprio en Basketball diaries.
Pero la moral es una lagartija que al agarrarla de la cola se escapa y te la deja como obsequio, y aún así en las películas con intentos de poner más a prueba al espectador, termina como parte de un discurso dominante. Parecería que en el sadismo de ciertos directores hacia sus personajes, sobre todo Aronofski en Réquiem por un sueño –aunque hay que coincidir que está basada en una obra de Hubert Selby jr.-, se repite un poco lo que venía hablando con respecto a las series argentinas, como una visión moralizante similar al puño de Dios (en este caso, el cineasta) cayendo sobre los mismos pecadores. Al menos, esto es algo que podemos agradecer que no ocurrió en este film.
9 songs (Michael Winterbottom, 2004) 
Cuando a Michael Winterbottom le preguntaron por qué rodó una película con escenas de sexo explícito, este respondió ¿por qué no? La respuesta es perfecta, de esas cartas que están a la altura de la manga pero casi ninguno suele usar. Esta era razón suficiente para querer ver una película de la que más de una persona había comentado. Lo que no me quedaba muy en claro era por qué se llamaba “9 songs”. En el videoclub Videoimagen, vi la parte de atrás del dvd y ahí entendí el por qué. La película es el recuerdo de una relación pasada del protagonista al ritmo de flashbacks cargados de escenas sexuales y 9 conciertos que se sucederán a lo largo del film. La mayoría de las bandas están recontra hipeadas (ej; Franz Ferdinand y Black Rebel Motorcycle Club), pero había más de una que me caía bien, como Primal Scream, The Dandy Warhols y los Super Furry Animals. Aunque les parezca difícil de creer, estaba más impaciente por ver cómo articulaban estas presentaciones en vivo con la trama, que la gran cantidad de felaciones y close ups pornográficos que garantizaba el dorso del DVD. Es así que alquilé la película con bastante anticipación.
La película dura una hora y siete minutos, y ciertamente no está mal actuada, incluso se dan una serie de diálogos muy naturales que de seguro fueron improvisados (aunque tampoco hablamos de conversaciones a la Brando-Schneider en Ultimo tango en París, ya que seguimos hablando de películas con alto contenido sexual).
Después, las escenas sexuales. Resultaría difícil increpar a la forma de filmar las escenas, en las cuales hay un muy bello manejo de la imagen y las sombras (para mí el tema de las sombras es absolutamente esencial en la pornografía y las fotos eróticas, algo que le erra tremendamente la Playboy argentina y las gonzo movies, pero eso es algo que me encargaré en otro post que tengo en mente), aunque hay una paleta de colores pálidos –esa aura mañanera de Inglaterra- que, de cierto modo dejan lo sexual por debajo de otro tipo de intimismo (no precisamente frialdad) pero no discutiré esto porque a lo mejor era algo que se proponía el director. Pero el problema viene con lo que vendría a ser el coagulante del film: la música. Supuestamente las bandas iban a ser los cables subterráneos que conectaban a toda la película, y sin embargo no figura realmente nada de esto en el film. Mientras que el sexo no es un acto violento y desenfrenado (la imagen de Nicholson y Lange en El cartero siempre llama dos veces se me viene a la cabeza), pero sí muy intimista, las presentaciones en vivo son algo frío, distante y monótono. Todas parecen haber sido filmadas en la Brixton Academy, un lugar más bien grande, lejos de gozar de la proximidad de un bar o un pub londinense. Los shows parecen estar elevados al nivel de espectáculo, pero muy lejos de una experiencia intensa, de una situación de por sí. Incluso, a no ser en la presentación de Franz Ferdinand, no parece muy claro si a los protagonistas le gustan las bandas, o si sólo están ahí como meros receptáculos de algo que se suponen que tienen que disfrutar, como si estuvieran jurando la bandera más que viendo la banda de sus sueños. Incluso, uno podría pensar que las canciones actúan como una especie de coro griego sobre lo que ocurre con la relación, pero poco o nada es lo que se puede sacar en limpio de ello. Aún más, la iluminación y las tomas (generalmente a una distancia prudente de la banda) son tan parecidas entre sí que nos haría pensar que fue un mismo show de varias bandas recortado y pegado a lo largo del film. Es decir, la música no tiene nada que hacer en la película. La única conclusión que se puede sacar es que las bandas no son más que un ornamento hip para actuar como anzuelo como boludos como yo.
Luego de aquella respuesta, el ¿por qué no? que tanto me sedujo como una de las respuestas más sinceras en mucho tiempo leídas, me termino encontrando con un film que de no ser por esas canciones (algo tan desconectado como una cita a los fenomenólogos alemanes en una lista de supermercado), podría haber sido una linda película que funde amor, sexualidad y droga (si, la hay y de una manera dosificada y casi cotidiana que me resulta de lo mejor de la película) de una forma tan natural que podría haber sido la respuesta a lo que me venía preguntando en el punto uno y dos de este post. Pero lo cool es más fuerte.